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EL ALQUIMISTA [VII] (Relato)


El Alquimista es un relato (empieza a leerlo) de fantasía contemporánea ambientado en un Madrid sobrenatural. Pertenece al mundo de Balada de los caídos y La ley de los caídos (D. D. Puche), novelas de fantasía noir sobre ángeles caídos que sufren un eterno castigo viviendo ocultos entre los mortales. Una combinación de misterio, terror y melancolía. Publicadas por Grimald Libros.


El Alquimista (VII), un relato de fantasía contemporánea ambientado en un Madrid sobrenatural | Balada de los caídos. Un mundo literario de fantasía noir.


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EL ALQUIMISTA


Un relato sobre ángeles caídos

ambientado en el Madrid de posguerra




VII

Las cosas se complicaron increíblemente de la noche a la mañana; el mundo plácido e indolente de Morel de repente amenazaba con venirse abajo. Los Almas Errantes, al ver el cariz que estaban tomando los asuntos en Madrid, con la investigación de la Autoridad abierta por la muerte de un Magistrado, decidieron zanjar sus problemas por la vía rápida. No querían que nada los salpicara, y si eso llegaba a ocurrir, debían tener un chivo expiatorio preparado. Así que le comunicaron a Joanna que iba a ser juzgada de forma independiente por ellos mismos; la Secretaría, como llamaban a su órgano de dirección interno ‒aunque prácticamente no había asumido ninguna función ejecutiva en más de una generación‒, se reuniría solemnemente para evaluar su situación y decidir si había violado sus códigos, ya fuera por acción o por omisión. Y si era así, prescindirían de ella; no podrían permitirse tenerla entre ellos, pero tampoco que la Autoridad averiguase lo que sabía. Así que su vida pendía de un hilo. Morel no podía creerse lo que estaba pasando, cuando una aterrada Joanna se lo contó. Iba a ser juzgada sin demora, al día siguiente, y la sentencia dictada se cumpliría en el plazo de veinticuatro horas. No era muy optimista al respecto: de la entrevista con Emilia Peñarol sólo había sacado en claro lo terriblemente vulnerable que era su posición y lo prescindible que la veían los demás, pues ella era la única conocedora de su misión en Francia, y los nombres de los siervos que les habían pasado a los de la Logia Blanca eran los mismos a los que habían limpiado. Los otros tres que conocían su misión eran precisamente los tres miembros de la Secretaría que iban a juzgarla, así que su sentencia estaba cantada; nunca hubo muchas garantías jurídicas entre los caídos. Morel le rogó que escaparan, que huyeran de Madrid, tanto de la Autoridad como de los suyos. Y, para su sorpresa, ella le contestó, súbitamente fría como el hielo, «prefiero morir a no tener una familia. No voy a quedarme sola».

«Quedarme sola», fueron las palabras literales que a Morel se le clavaron en el alma. Huir con él habría sido para Joanna lo mismo que quedarse sola, porque para ella lo importante era la familia, el estatus, el prestigio; las celebraciones en común y los protocolos. Ser alguien en una ciudad importante. Él sólo era un entretenimiento, al parecer. Su acompañante, que no su pareja. Joanna preferiría morir a no pertenecer a una familia, y él, claro está, no lo era. No era suficiente para ella.

El juicio, realizado en uno de los suntuosos salones del palacete frente al Retiro, fue todo un acto social de los Poetas, que a Joanna le hubiera encantado de no ser ella la juzgada ese día. Acudieron casi todos los miembros del clan, que contemplaron aquel teatro con el mismo éxtasis estético con el que disfrutaban de cualquier experiencia, aunque se tratara de la escenificación previa a que liquidaran a una de ellos. El placer morboso está por encima de todo, siempre que la propia vida no se vea amenazada ‒lo cual puede ser una apreciación muy falsa‒. Aquello fue, le pareció a Morel, como un auto de fe de la Inquisición: una farsa destinada a unir a la comunidad eliminando a alguno de sus miembros, culpado de un acto terrible contra el grupo, sólo por ser el eslabón más débil de la cadena en ese momento. Y ante esa expectación enfermiza generalizada, Joanna fue, por supuesto, declarada culpable. El análisis realizado por una avezada Lectora determinó que su mente había sido traspasada. Había trazas de una intrusión; alguien había penetrado en su alma y extraído las identidades de los siervos que fueron a su vez desvalijados. Así pues, no debió de haber implicación activa de Joanna en los hechos, pero había sido negligente ‒pues, en principio, un caído no puede acceder a la mente de otro si éste no se lo permite‒ y su mera existencia ahora era una amenaza para todos los demás. Lo que había visto la Lectora del clan lo verían los de la Autoridad, que tarde o temprano examinarían a todo el mundo. Así que debía ser suprimida antes, por el bien de todos. Y entre el asentimiento de los asistentes, que estaban muy dispuestos a que pagara ella a cambio de salvarse ellos, los miembros de la Secretaría ‒a los que nadie examinó‒ sentenciaron que Joanna sería encerrada en una cámara negra mientras se presentaban alegaciones de terceros, y que al día siguiente sería ejecutada por el medio que ella misma eligiera. Se le concedía, añadieron, la gracia de suicidarse, si así lo deseaba.

Morel, entre los asistentes, recibió muchas miradas de reojo cuando se dictó la sentencia. Estremecido, desesperado, sabía que no podía quedarse esperando que llegara ese momento, y salió impetuosamente de allí, de la farsa que se representaba en aquel salón, lo cual fue interpretado por los que lo miraron maliciosamente como un gesto de cobardía; no era capaz de quedarse y afrontar con entereza la situación. Pero su marcha no se debía a eso. Tenía algo que intentar, aunque no sabía si era pegar un tiro al aire. 





Fue directamente a la casa del Alquimista. No sabía muy bien qué quería conseguir; no sabía qué diría al llegar allí. Pero sabía que tenía algo que ver con la suerte que había corrido Joanna y que de algún modo debía enfrentarse a ello. Alguna solución debía salir de aquel acto desesperado, porque no se le ocurría qué más hacer. Sin embargo, Morel ya se barruntaba algo desde hacía un tiempo. Rodrigo siempre sabía lo que uno quería, tenía esa capacidad increíble para anticiparse a los pensamientos y deseos de los demás, que él había comprobado en tantas ocasiones. Lejos de parecerle muy “intuitivo”, lo que le quedaba cada vez más claro es que tenía el poder de hacerlo, de leer las mentes de otros caídos. Una capacidad sorprendente, pues no es raro que un caído pueda leer a los mortales, pero se supone que los Primeros Hijos son inmunes a esa clase de capacidades de sus semejantes. No obstante, Rodrigo era un hombre extraordinario, no le cabía duda de eso, y con mucha, mucha experiencia. Quién sabe lo que sus investigaciones, que eran extrañas hasta para los caídos de estos tiempos seculares, le habían permitido conseguir. El extraño relax que se sentía en su presencia, esa placidez maravillosa que se disfrutaba en las largas horas hablando con él, debía de tener algo que ver. Era más que disfrutar de la compañía de alguien: tenía algo de embrujo, si bien uno muy extraño, casi diría que sirénico. Morel lo adoraba, pero algo no iba bien con él, no resultaba transparente. Y la vida de Joanna podía depender de eso.

Cuando llegó al piso de la calle Velázquez, Rosa lo hizo pasar inmediatamente. Era un habitual de aquella casa, y la sirvienta tenía instrucciones de no anunciarlo, sino hacerlo pasar directamente. Morel entró al saloncito donde el Alquimista solía recibir a las visitas, donde tantas charlas habían tenido mientras tomaban café o licores y fumaban habanos y escuchaban música clásica o los últimos discos traídos de América. Allí estaba Rodrigo, con un libro que dejó sobre la mesita de té en cuanto lo vio entrar, junto a unos sobres abiertos. Parecía que lo estuviera esperando.
‒Mi querido amigo, pasa, pasa ‒le dijo, pero había algo distinto en su forma de pronunciar esas palabras.
‒Rodrigo, es urgente. Tengo que hablar contigo.
‒Claro, claro. ¿Te apetece alguna cosa? Te veo algo alterado. ¿Ha sucedido algo malo?
‒No, déjalo; no voy a tomar nada. Ni siquiera voy a quedarme mucho tiempo.
‒Está bien, cuéntame. Pero siéntate, hombre, no te quedes ahí.
Y Morel le contó lo que ocurría. El Alquimista lo escuchó atentamente, sin interrumpirlo en ningún momento, con expresión de creciente preocupación, negando con la cabeza cuando le describió la parte del juicio y la sentencia. Cuando el relato terminó, miró a su amigo con ojos sinceros y tristes. Había compasión en esos ojos, Morel lo vio perfectamente, pero no culpabilidad. Así que Morel veía cómo su idea se venía abajo por momentos.
‒No me puedo creer que las cosas hayan llegado a esto, Salvador ‒le dijo‒. Qué injusticia, qué infamia. Tu gente son una panda de histéricos y paranoicos que nunca dejan de sobreactuar. Patéticos y miserables. Y la pobre Joanna… Madre mía… Y tú, por supuesto… No sé qué decir.

Morel lo miró fijamente a los ojos, sin pronunciar palabra. Los suyos estaban llenándose de lágrimas. Pero él mismo ya no sabía si eran de impotencia, de rabia o de tristeza. Finalmente habló.
‒Pues a mí se me ocurre algo que podrías decir. Sería de gran ayuda en este momento.
El Alquimista enarcó levemente una ceja y le devolvió una expresión de sorpresa.
‒¿Y qué es? Dímelo y lo haré.
Morel empezaba a flaquear. Sentía que lo que iba a decir era casi un acto de traición, el de un huésped agasajado durante mucho tiempo que un buen día se muestra desagradecido con su anfitrión. El de un amigo que fracasa en cuanto tal llegado el momento de demostrar de qué pasta está hecho. El ánimo que lo había impulsado a venir y a decir lo que iba a decir lo abandonaba por segundos; se veía incapaz de abrir la boca y articular esas palabras. Pero es lo que tenía que hacer, y ya había adivinado, en el camino hacia la calle Velázquez, que llegado el momento le iba a pasar esto. Porque era lo que Rodrigo le hacía.
‒Ven conmigo y entrégate. Reconoce lo que has hecho.
El Alquimista se reclinó en su sofá, con las piernas cruzadas y expresión de gran tranquilidad. Inclinó un poco la cabeza y lo observó detenidamente, sin alterarse. Morel no detectó en él ni sorpresa ni enojo. Parecía imperturbable.
‒¿Y qué se supone que he hecho? ‒preguntó.
‒Por favor, Rodrigo, no me insultes de esa forma.
‒De verdad que no sé de qué me estás hablando, y desde luego, no sé qué relación crees que puedo tener con la desafortunada situación de Joanna. Soy el primero en lamentarla, y te aseguro que tienes todo mi apoyo, pero…
‒¡Basta! ¡Sabes muy bien lo que ha ocurrido aquí!
‒Salvador, entiendo que estás muy turbado. Pero, por favor, no puedes hacerme responsable de lo que le haya pasado a Joanna. Los problemas internos de tu gente no guardan ninguna relación conmigo.

La voluntad de Morel se debilitaba más y más. La certeza con la que había acudido allí se deshacía como un terrón, y casi experimentaba náuseas por acusar así al amigo que tan afectuosamente se había comportado con él y que tantas cosas le había enseñado. Estaba cada vez más débil e inseguro, más inclinado a pedirle perdón y explicarle lo que le pasaba por la cabeza, pues sabía que Rodrigo lo comprendería y lo perdonaría. De repente, nada le parecía tan trágico; el destino de Joanna empezaba a parecerle algo lejano, una cuestión que podría posponerse. Allí dentro el tiempo discurría lento y dulce, como miel espesa; uno se podía parar a pensar, a tomar decisiones con calma. Notó cómo el relax que le resultaba tan familiar se apoderaba de él, cómo sus brazos y piernas iban resultándole cada vez más pesados, y su respiración cada vez más acompasada; su corazón, un momento antes acelerado, comenzaba a latir más despacio. Y en cuanto a Joanna, que no estaba allí… Joanna… Era curioso, porque no había tomado nada, y pensó que tal vez eran los licores los que le producían ese efecto, o los dulces que a menudo los acompañaban, o la música, que en ese momento tampoco estaba sonando. Así pues…



¿QUIERES CONOCER 
EL MUNDO DE LOS CAÍDOS?

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ENTRA EN ÉL CON ESTA NOVELA


Una décima de segundo después, Morel le había arrancado del cuello al Alquimista, sentado a metro y medio de él, la ampolla que siempre llevaba colgando de una cadenilla de plata. Los ojos de Rodrigo se abrieron como platos e intentó detenerlo, pero él fue más rápido. Uno de los poderes que su condición sobrenatural le había otorgado en esta encarnación era saber cuándo alguien le mentía. Siempre. Era infalible, aunque con Rodrigo le había llevado mucho tiempo llegar a tenerlo claro; era un hombre con una extraordinaria capacidad de manipulación. Otro de sus poderes era una rapidez increíble, hasta para un caído. Nunca pensó que, amante de la belleza y la contemplación, que se compadecen más con la demora y la paciencia, ese don suyo le fuera a resultar muy útil. Pero ahora acababa de serlo. Un mortal ni siquiera lo hubiera visto levantarse de su sillón; tan sólo hubiera visto aparecer el colgante en su mano, y al Alquimista llevarse la suya al cuello. Morel notó al tacto que la ampolla, que estaba caliente, emitía una leve pulsación; aquel artefacto concentraba mucha energía. Y entendió que debía de ser la suya, la que estaba succionándole hasta un instante antes. De repente, se vio libre del influjo que Rodrigo ejercía sobre él, y la realidad lo golpeó de nuevo como un mazazo. Joanna estaba sentenciada a muerte. El hombre que tenía delante, el Alquimista, al que había tenido por amigo, los había traicionado. Había usado sus habilidades para extraer aquella información de la mente de Joanna, y la había usad en su contra. Y la placidez y el lento fluir del tiempo se disolvieron en el acto. Todo resultaba muy prosaico, de repente. En cuanto al Alquimista, exhaló un hondo gemido, como si no pudiera respirar bien, y de repente Morel empezó a advertir cómo envejecía. Su piel iba arrugándose y marchitándose; su pelo retrocedía; el brillo de sus ojos se apagaba y sus manos se retorcían. Era un proceso muy lento, pero perceptible.

Morel lo miró espantado, y pese a todo, sintió compasión por él.
‒¿Necesitas esto? ‒le preguntó, sosteniendo la ampolla frente a él‒. Te lo devolveré. Pero tienes que confesar lo que ocurrió. Tienes que acompañarme y hablar con mi gente. Si no, Joanna morirá.
Muy debilitado, como si hubiera retenido tanto el tiempo dentro de sí que ahora se le escapara mucho más deprisa que a cualquier otro, el Alquimista negó con la cabeza y tosió de forma seca, emitiendo un sonido como de cosa rota.
‒No… no… Salvador, no haré eso… Te lo confesaré a ti, porque te lo debo por nuestra amistad… Pero no esperes que lo haga ante nadie más… Nunca he reconocido a ningún tribunal ni autoridad, y no lo haré si es que he de morir… ‒tosió y a la vez rio, y la imagen de una cosa rota cobró fuerza para Morel, que por un momento se sintió tentado a devolverle la ampolla, como si todo pudiera aún arreglarse por las buenas‒. Quién iba a decir que sería así, que sería hoy… Pero todos los días son iguales para eso, supongo…
‒Lo que tengas que decir, dilo rápido. Quizá me sirva ante los míos.

Y el Alquimista le confesó. Le contó una historia, algunas de cuyas partes ya se había imaginado, aunque otras no; pero Morel ya tenía claro ‒desde hacía más tiempo del que estaba dispuesto a reconocer ante sí mismo‒ que su amigo Rodrigo estaba detrás de importantes acontecimientos recientes de los caídos de Madrid. Había ido atando cabos y la historia, un buen día, se dibujó en su cabeza como algo obvio que no podía negar. Es cierto que no tenía todas las piezas del rompecabezas, pero la imagen ya se veía perfectamente aun sin ellas. Y sabía que, de no haber implicado a Joanna, nunca hubiera dicho nada. A nadie. Porque, aparte de implicarla a ella, todo lo demás que Rodrigo había hecho le daba igual. Éste le habló, con una voz que se iba convirtiendo en un hilillo tenue, de sus prácticas, de su Arte. La alquimia nunca había sido lo que la gente piensa, pero aparte de eso, en tiempos recientes, en un mundo totalmente cambiado, había tenido que transformar sus métodos de trabajo más aún. El Ars Magna es fundamentalmente una forma de manipular energía, de emplearla para determinados fines. Pero esa energía tiene que salir de algún sitio. Y no se trata de las reacciones producidas en un laboratorio con ácidos y metales, azogue y azufre, con productos inertes que hoy pueden comprarse en cualquier tienda. No, la fuente de la energía ha de ser la vida misma: hay que trabajar con organismos. Vivos, por supuesto. De todos ellos se puede extraer su fuerza, su pneuma, su élan vital, su ; cada tradición lo ha llamado de una forma, pero todas significan lo mismo. Ahora bien, no es igual la energía ínfima de una planta que la escasa y de mala calidad de una rata, y ésta no es comparable a la de un animal superior como un perro. Y ninguna de ellas puede medirse, claro está, con la humana. Además, ésta es muy fácilmente disponible; hay millones de seres humanos para emplear, y a muchos de ellos nadie los echará en falta. Menos aún en una época de posguerra, con tantos huérfanos y viudas y gente que lo ha perdido todo. Es mucha, muchísima energía a disposición de quien sepa usarla.

El Alquimista reparó en la expresión de horror de Morel, y quiso aliviarla. Así que le dijo que no lo mirara así, con asco, que él nunca había sido un vulgar Necromante; jamás se había rebajado, por una cuestión de estilo y de elegancia ‒más que de moral‒ a quitar vidas. No hacía falta, y era degradante, propio de un chapucero. Y además, ¿para qué prescindir de una buena reserva que podía exprimirse durante meses o años, en vez de agotarla en el acto? ¿Para qué semejante desperdicio pueril? La energía puede extraerse poco a poco, gota a gota, y se puede combinar la de distintas fuentes para crear destilados únicos, mezclas que son como magníficas fragancias llenas de matices. La guerra había liberado inmensos flujos de energía, pues las emociones desatadas eran su cauce principal, y el dolor y el sufrimiento, así como el odio y el resentimiento de unos y otros, rebosaban por doquier. Con todo ese caudal, grandes trabajos alquímicos podían realizarse, y sin necesidad de subterfugios. La fuente de la que proveerse era inagotable y ubicua.

Morel interrumpió su explicación:
‒Ya sé de dónde sacas la energía que empleas; es lo que me ha traído hoy hasta ti. Pero, ¿cómo lo haces exactamente?

El Alquimista, respirando entrecortadamente, siguió contándole que bastaba con dejar hablar a la gente, que cada cual contara su historia, sus penas, sus afanes y miedos. Era tan sencillo como eso. Todo el mundo habla de sí mismo, se considera el centro de todo, y al hacerlo, su espíritu mana como un grifo abierto. Basta con darles ocasión de sincerarse, y ya sólo hace falta poner un cántaro bajo la fuente para recoger el agua. El agua de vida, la emoción que aflora. Sobre todo, cuando hablan de sus seres queridos. Entonces la cantidad es mucho mayor, y más aún si han muerto o sufrido. Entonces se desbordan, es maravilloso. Unos pequeños incentivos estimulan esa franqueza, esas confesiones; la comida y la bebida siempre han soltado la lengua y el alma (y Morel recordó con enojo creciente la cantidad de comidas exquisitas, de dulces importados y licores exóticos con que se habían deleitado en aquella casa y en los mejores restaurantes de Madrid, Rodrigo y él, y a menudo Joanna). Invita a comer a un indigente, ofrece tu hombro a una madre que ha perdido a sus hijos, y llenarán tu cántaro hasta los bordes.
‒O a alguien a quien haces creer que es tu amigo y embaucas con esos placeres y con la buena conversación, ¿no? ‒preguntó Morel.
‒Oh, amigo mío… lo eres, lo eres… Nada de eso ha sido mentira. Pero sí, tu energía, vuestra energía era exquisita… una maravilla, y no tenía motivos para desperdiciarla... ¿Qué hubierais hecho con ella? ¿Entregaros a los vanos placeres y experiencias de los Sibaritas…? ¿Malgastarla de formas que no conducen a nada inmortal? Yo le di un uso mejor… y vosotros nunca sufristeis. Mis proveedores nunca sufren, al contrario… disfrutan de un rato placentero… les queda un buen recuerdo... de su contribución. Aunque fuera involuntaria.
‒Te refieres a esa sensación de relax, de tranquilidad absoluta, como si el tiempo se detuviera y no existieran las preocupaciones, ¿verdad?
‒Eso mismo... sí… Considéralo, si quieres, mi pago por la contribución prestada... Pero eso no quiere decir que yo… no disfrutara de esos momentos contigo… y con Joanna. Tan sólo era un incentivo adicional para mí.
‒O sea, que puedes robar la energía de otros caídos, no sólo la de los mortales.
‒Salvador, soy viejo y sé muchas cosas… Sé hacerlo, sí… sin que se den cuenta… Es la energía más perfecta, la más poderosa... Basta con que no sea dañino, sino placentero, y nadie sospecha nada… Y si no hay mayor perjuicio que… unas horas de plácida debilidad tras una buena mesa… nadie indaga nada.
Morel sintió asco.
‒La acumulas en esta ampolla, ¿verdad? ¿O tiene otra función?
‒Sí, ya lo habías adivinado... Por eso viniste a quitármela, ¿no? Has sido inteligente, aunque… te lo he puesto fácil. Siempre me sinceré demasiado contigo… por la debilidad que siento por ti. Mis propios sentimientos me han traicionado... Podría haberte usado sin más, como a otros, pero disfrutaba tanto de tu presencia… Quería pasar tiempo contigo. Y por eso hemos terminado así.
Morel no contestó a eso. Sabía que era verdad. Reprimió una oleada de culpa y dijo:
‒Cuéntame más. Necesito saberlo todo.
El Alquimista parpadeó pesadamente antes de seguir:
‒Esa ampolla es un matraz espiritual… un artefacto bastante notable… Ése tiene más de quinientos años, es más viejo que yo… Un artefacto del Arte en un momento de gran esplendor… Con él acumulo la fuerza vital antes de destilarla en mi laboratorio… Pero, como te decía… nunca ha sido dañino ni para mortales ni para caídos… Cuanta más fuerza drenaba, más tranquilidad y placer experimentaban. Ahorrarle dolor a alguien durante unas horas es un acto filantrópico… ¿No crees? ‒y rio, aunque la tos seca interrumpió su risa.
‒Dime una cosa: ¿puedes leer la mente de otros caídos? ¿Leíste la mía, o la de Joanna?
‒De eso va todo esto, ¿verdad? Joanna… ‒hizo una pausa más larga‒. Sí que puedo, pero nunca fue mi intención. Es un inesperado… efecto secundario de la absorción de energía. Durante el proceso… sólo durante éste… los pensamientos superficiales del donante son accesibles al portador del matraz. No se puede acceder a nada profundo… pero sí a recuerdos recientes o cosas que en ese momento ronden su mente.
‒Por eso siempre te anticipas a todas las frases, siempre sabes lo que interesa a todo el mundo. Por eso tu conversación siempre era tan interesante.
‒Quiero creer que mi conversación es interesante… aparte de eso, querido amigo… Pero sí, era de gran ayuda… algo inevitable, en realidad, cuando lo llevas al cuello... No puedes evitar no saber todas esas cosas... simplemente te llegan.
‒Y así supiste lo de los contactos de Joanna en Francia. Y usaste esa información. La usaste contra ella, sabiendo las consecuencias que tendría.
El Alquimista asintió levemente, mirándolo con ojos apagados en los que, sin embargo, brillaba una leve ironía.
‒Ese conocimiento llegó a mí inesperadamente, sin que yo tuviera que hacer nada. Entiéndeme… yo no quería dañar a Joanna, pero era demasiado bueno para ser cierto… Limpié las mentes de esos siervos y empleé la información de forma muy rentable… pero lo hice, ante todo, porque odio a la Autoridad… Sólo quería causarle el mayor daño posible... Exponer sus debilidades.... el modo en que depende de patéticos mortales como ésos.
‒¿Cómo accediste a ellos?
‒Eso fue muy fácil… Una vez supe sus nombres a través de Joanna, cuando regresó de aquel viaje, me aproximé a ellos... Saben de nuestra existencia y son ambiciosos… lo extraño sería que no quisieran sacar algo más de su posición... Así que les ofrecí baratijas, que para ellos eran tesoros… Les vendí elixires, amuletos y otras cosas sin gran valor... Y mientras lo hacía, les sacaba más información... Hubiera sido perfecto si el origen de ese conocimiento no perjudicara a la pobre Joanna, claro.
‒Ya. Miénteme a mí todo lo que quieras, pero no te engañes a ti mismo. Sí querías dañar a Joanna. Querías quitártela de en medio y pensabas que nunca se sabría lo que había ocurrido. Y no te ha salido todo tan perfecto; tuviste que matar al Juez que lo investigaba. Se te acercó demasiado. Así que tu plan no fue muy limpio. Si un Juez estaba en la pista, otros hubieran llegado a ti antes o después.
‒Oh, no… ‒el Alquimista negó con la cabeza‒. Yo no tuve nada que ver con eso. No hubiera sido tan estúpido... Nada conducía a mí; lo que vendí a esos siervos eran mercancía tan genérica que cualquier caído podría habérsela proporcionado... Está prohibido que los mortales tengan esas cosas, pero incluso si me hubieran descubierto… bueno, nunca hubiera merecido la pena matar a un Magistrado por ello... Por más que me repugnen, ellos y sus amos.
‒Pero, ¿entonces…?


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En ese instante, el Alquimista, que no había dejado de deteriorarse lentamente mientras hablaban, se incorporó de súbito, reuniendo todas las fuerzas que le quedaban. Morel vio su aura desatarse, crecer como una llama oscura a su alrededor, concentrándose. Lo impresionó al revelarse de esa forma, cuando parecía totalmente vencido; pero era viejo y poderoso, con cientos de años a sus espaldas, mientras que él era muy joven e inexperto, y ciertamente no se había esperado algo así. En un parpadeo, sin apenas poder reaccionar, notó una presión terrible en su torso, como una mano gigantesca que lo cogiera entero, de cintura para arriba, y lo apretara con una fuerza capaz de aplastarlo; tanto como para sacarle el aire de los pulmones en menos de un segundo y hacerle sentir cómo se juntaban sus costillas. Pero ese poder, tan superior al suyo, fue también efímero, una última demostración de alguien que está al límite de su resistencia ‒una vez le arrebató la ampolla que lo mantenía con vida‒; y con otro inmenso esfuerzo por su parte, Morel consiguió atraer hacia su mano el abrecartas que estaba entre ambos, sobre la mesita de té, al lado de unos sobres abiertos, y se lo arrojó al Alquimista con toda la rabia que pudo. Se lo clavó en el pecho, a la altura del pulmón derecho, en el que se le hundió unos diez centímetros. De repente, la presión que ejercía sobre él desapareció y pudo respirar. El Alquimista se desplomó sobre el sofá y quedó malherido y jadeante. Estaba definitivamente fuera de combate. Pese a todo, Morel sintió una inmensa lástima en ese momento; no podía evitarlo. Pero cogió el teléfono que estaba sobre un pequeño pedestal de mármol, a un lado de la salita, y llamó al palacete de los Almas Errantes. Les dijo que no hicieran nada en relación a Joanna, que tenía al tipo que había limpiado a los mortales de la Autoridad, y que se pusieran en contacto con ésta para que enviara un Magistrado a la dirección que les dio. 

Con apenas un hilillo de voz, un exhausto Rodrigo le dijo:
‒No me lo tomes a mal… tenía que intentarlo… No quería dañarte, sólo escapar. Por favor, no te enfades conmigo… No quiero que me recuerdes así.
‒¿Estás bien? ‒preguntó Morel, tras unos segundos dubitativo.
‒He estado mejor ‒respondió el Alquimista, con una apagada sonrisa triste.
De nuevo una pausa, en aquella larga espera, hasta que Morel preguntó:
‒¿Y para qué querías tanta energía? ¿En qué ha consistido verdaderamente tu obra? Me dijiste muchas veces que para ti el simple poder o prolongar la vida no eran el fin, sino un medio. Que tú querías crear algo. ¿De qué se trataba?
Los ojos del Alquimista se abrieron de nuevo, como si algo de vida regresara a él.
‒Ve a mi estudio. En la mesa principal… la que uso como escritorio, hay un libro cerrado, encuadernado en cuero… Está debajo de otro libro. No tiene título en la portada ni en el lomo… Cógelo y guárdalo... Llévatelo de aquí, pase lo que pase. Que no lo cojan ellos… Lo leerás después. Sólo te pido una cosa, un último favor, que tienes que concederme… salva ese libro sea como sea. No dejes que caiga en malas manos… En él encontrarás la respuesta a tu pregunta.

Los acontecimientos se sucedieron, después, tan rápidamente que a Morel le dio la impresión de que todo respondiera a un guion ya escrito. Fue como si todo el mundo quisiera correr un velo de olvido sobre lo que había pasado y restablecer un orden que se veía turbado sólo por las preguntas incómodas que pudieran hacerse. No uno, sino cuatro Jueces acudieron al piso de Velázquez; una histérica Rosa no dejo de chillar ‒desde que fue a avisar al señor y se lo encontró postrado y envejecido‒ hasta que uno de ellos, con un gesto, la dejó inconsciente. Al Alquimista se lo llevaron a la sede de la Autoridad y nunca más se supo de él, ni para bien ni para mal. Se decretó un silentium acerca de él que nadie osó romper, sobre todo cuando la situación en Madrid, de esa forma, pareció solucionarse sin mayores problemas para los demás. La vida volvió a la normalidad, como suele hacerlo, al precio del silencio y el olvido. Eso incluyó a Joanna y los Almas Errantes; fue exonerada de todo y restablecida en su posición tras el “malentendido” que se había producido.

En cuanto a Morel, que había atrapado al único responsable, sin lugar a dudas, de todos y cada uno de los males y conspiraciones de los caídos en Madrid, le fue propuesto que se formara para ser Juez. Había demostrado una inteligencia y una diligencia por encima de lo normal, además de un gran arrojo al enfrentarse ‒y salir victorioso‒ a un caído poderoso, de gran edad. La Autoridad necesitaba a gente así. Era un raro honor que le hicieran semejante oferta, dado que ningún Alma Errante había desempeñado jamás ese cargo, no en toda la Península Ibérica, en toda su historia; no parecían idóneos para el mismo. Pero Morel aceptó la formación, porque no sabía lo que quería hacer con su vida, pero sí sabía que no era el camino desahogado e indolente de los suyos, con los que, además, después de lo ocurrido, quería romper lazos. La Magistratura le daría la excusa perfecta para hacerlo, puesto que los Jueces debían ser independientes de su familia de origen. La oportunidad era única, aunque ciertamente no se sentía preparado para el puesto. Pero le dijeron que sería bien entrenado, que tenía muy buena madera para ello, así como los dones necesarios.

Por lo que respecta a Joanna, aún siguieron juntos un tiempo, pero Morel sabía que algo se había roto también en su relación. Demasiados secretos. Estaba cansado de que lo tratara como un protegido, como un niño, por mucho que fuera más joven que ella. Su propia liberación pasaba por dejarla. Cada día que pasaba se sentía más y más lejos de ella, pero no se atrevía a dar el paso de romper; el tiempo terminaría haciéndolo por sí solo. Y al fin, un día, Joanna le contó, en un momento de debilidad, que fue ella quien mató al Juez, al creerse acorralada, cuando éste quiso hacerle unas preguntas; y se enteró de que los suyos lo sabían, y que ésa era la huella que realmente habían querido cubrir con su condena. Por eso Joanna no tenía a quién apelar, sin que ello mismo fuera su sentencia de muerte. Así que Morel, sin saberlo, condenó a Rodrigo, que cargó con las culpas de todo, para salvar a Joanna. Sin embargo, cuando lo supo, no hizo nada para remediarlo; nunca dijo nada, ni cuando llegó a ser Juez, pese a ser su obligación. Lo dejó estar, y ése fue su pecado original como Magistrado, la mentira que no tuvo el valor de revelar y que siempre tendría que expiar. La mentira en el origen mismo de su carrera como Juez. Pero nadie quería saber esa verdad, porque la historia oficial les iba bien a todos, Autoridad incluida. Y él se calló. Por lo visto, Rodrigo nunca lo desmintió, o no le hicieron caso.

A Morel le dolió muchísimo ser él quien atrapó a Rodrigo, cuyo nombre quedó para siempre inscrito en la historia de la infamia de los caídos de Madrid. Se le culpó casi de cualquier cosa que hubiera pasado en aquellos tiempos, como si hubiera sido el responsable de todos los excesos de la posguerra. Siendo Morel ya Juez, y con mayor acceso a información restringida, sólo llegó a averiguar que lo habían metido en la Cripta, una estancia del Otro Lado especialmente construida para que el flujo del tiempo se ralentizara casi del todo. Allí tenían encerrado a quien querían mantener con vida indefinidamente, pero era una tortura espantosa. Cada segundo allí era como un año de tiempo real. Pero lo que el Alquimista sabía era valiosísimo, y querrían exprimirlo durante décadas. Eso hizo que Morel tuviera siempre un grave problema de conciencia en relación al que había sido su íntimo amigo y su confesor, al que él sentenció para salvar a la que había sido su amada. Lo recordó el resto de su vida como había vivido, libre y alegre, profundo y divertido, erudito y gozoso; y sobre todo, como fue en sus últimos momentos juntos, con aquella deportividad con que se comportó al saberse derrotado. «No me importa caer», le dijo justo antes de que los Jueces entraran a llevárselo, «porque ya he completado mi obra». La obra que estaba en poder de Morel. Aquel libro sin título.

El Alquimista, con su matraz espiritual, absorbió muchos pensamientos, y con ellos, la información que usó para conseguir ciertas cosas, lo cual dio pie a toda aquella dramática situación; pero lo que le interesaba realmente era destilar las emociones humanas, acumular esa energía para transformarla en algo superior, en algo bello e inmortal, que trascendiera una vida tan frágil y perecedera. Hasta la vida de los caídos lo es, por más que sea muy longeva y retornen siempre en nuevas encarnaciones. Con esa energía, el Alquimista ‒que siempre sería Rodrigo para Morel‒, amante del arte y las letras, consiguió la inspiración para escribir un vasto poema. Uno indescriptiblemente bello. Ya se lo había dicho en muchas ocasiones: la alquimia, el auténtico Arte, consiste en darle forma al lógos, y no en las reducciones y oxidaciones y combustiones, que son mero adorno, forma ceremonial, de un proceso de cambio interior; la alquimia trata de transformar las emociones, de manipularlas mediante un texto, de convertirlas en palabras y condensarlas en fórmulas que plasmen el espíritu como una fórmula química refleja la estructura de un compuesto. Palabras que debían aspirar a ese mismo grado de pureza. «Yo mismo me he transmutado», le dijo en sus últimos momentos a solas; «al fin ha llegado mi momento, y ahora viviré en ese texto que llevas ahí; he cambiado una vida larga por otra eterna». A veces, en momentos de melancolía, Morel cogía aquel libro manuscrito, encuadernado en cuero, que conservó toda su vida; su recuerdo más valioso. Aquel volumen sin título ‒¿lo tiene una vida?‒ ni indicación del autor, aquel extenso poema que podría haber sido de todas las épocas, sin ser de ninguna en particular. Y lo releía y sentía como si estuviera hablando con su amigo Rodrigo, el Alquimista, y siempre, cada vez como la primera, quedaba sobrecogido, extasiado por su belleza deslumbrante, que atesoraba el espíritu con que pagaron aquellos a los que el Alquimista deleitó con su singular compañía.



Fin



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