
Christopher Blake. Los años del destierro
LA MANSIÓN EN LA COLINA (V)
LA MANSIÓN EN LA COLINA (V)
Dieciocho años antes de los acontecimientos de
Balada de los caídos...
Balada de los caídos y La ley de los caídos (D. D. Puche Díaz)
son novelas de fantasía oscura que nos introducen en un mundo de ángeles
caídos desterrados entre los mortales por su rebeldía ancestral. Una
combinación de misterio y terror para jóvenes y adultos. Publicadas por Grimald Libros.
V
[Lee el capítulo I] Extremando el cuidado a partir de ese
momento, y con su aguda percepción tensada al máximo, fue subiendo escalón a
escalón por la espiral de piedra hasta llegar a la primera planta. No tuvo más
problemas y, al alcanzar la balaustrada de arriba, se paró a observar y
escuchar atentamente lo que lo aguardaba. A sentirlo, como algo en la
piel que lo advirtiera de asechanzas y peligros. Desde allí podía contemplar la
gran nave del templo con una perspectiva más amplia y espectacular: la planta
inferior de la que procedía le parecía ahora a una enorme distancia, como si
hubiera subido una altura mucho mayor y las sólidas columnas se hundieran a
gran profundidad, como las raíces de un descomunal árbol eterno. Y hacia arriba
el cielo estrellado refulgía como plata sobre terciopelo; parecía poder
alcanzarlo con sólo estirar el brazo. Naturalmente, todo era una ilusión, un
entorno creado para distraer y fascinar los sentidos, y no todo lo que percibía
allí era real. Por eso precisamente, por aquella belleza tan sugerente y capaz
de distraerlo, potencialmente mortal, tenía que extremar la precaución.
Un amplio corredor rodeaba la nave a lo
largo de su vasto perímetro. En la pared interior de esa planta, numerosas
puertas de madera con dinteles de piedra ‒labrada con lo que parecían símbolos de los constructores
medievales que inspiraron a la posterior y artificiosa masonería de
los mortales‒ permanecían cerradas, lo cual suponía un intrigante enigma. Pero Blake
sabía que no debía dejarse distraer por ninguno de aquellos misterios, por
estimulantes que fueran; únicamente tenía que cerciorarse de que no había
ninguna amenaza, atravesar lo antes posible el espacio hasta el siguiente tramo
de la escalera de caracol, que estaba en la diagonal opuesta, y llegar a la
planta superior de la mansión de Goldschmitt.
Echó a caminar, despacio y sigilosamente;
no podía evitar hacerlo así, aunque su presencia ya habría alertado con toda
probabilidad al señor de la casa. Y, no obstante, ¿por qué no caían sobre él
todos los defensores de la misma? La situación era totalmente extraña para
Blake; no le parecía que tuviera ningún sentido. Pero inmediatamente tuvo la
impresión de que sus preguntas iban a obtener respuesta: justo cuando estaba
pasando al lado de una de las puertas con enigmáticos símbolos tallados en sus
dinteles, ésta se abrió con un sonoro chasquido y Blake percibió, antes de
poder verla, presencia humana: allí estaban los guardias, con toda probabilidad
bien armados, que salían a su encuentro. Se preparó para luchar con ellos.
Un tipo, vestido como cualquiera de los de
abajo ‒camisa de leñador remangada, tejanos, botas de cuero‒ salió de esa
habitación asegurándose de que se había subido la bragueta, mientras tarareaba
una canción muy bajito. Blake no se lo podía creer… ¡salía del lavabo! ¡Esa
puerta con el símbolo alquímico del azufre era el maldito cuarto de baño de la
planta! Algo tan prosaico en semejante escenario resultaba absolutamente fuera
de lugar. Y aquel hombre del alcalde, evidentemente, no podía percibir el Otro
Lado, ni acceder a ninguno de sus espacios alterados por las técnicas arcanas
de los caídos; pero, desde su punto de vista mortal, habría subido por la
escalera de madera a la primera planta, mucho más pequeña ‒y totalmente
convencional‒ que el entorno en que Blake estaba tan concentrado, hasta el punto de
haberse olvidado de la estructura original de la casa en que se hallaba. Dos espacios
interiores muy distintos se solapaban allí, y Blake estaba centrado en uno de
ellos, mientras que el mortal sólo tenía acceso al otro.
Ese guardia se quedó mirándolo estupefacto.
Su rostro reveló que reconocía al hombre al que todos habían estado buscando en
la ciudad, y fue a abrir la boca, seguramente para gritar que estaba allí. Pero
no tuvo tiempo: en una décima de segundo, Blake le dio un puñetazo y lo noqueó.
Calculó bien la fuerza para no matarlo, pero no le interesaba que diera ese
grito de alarma, por si acaso aún conservaba algo de su factor sorpresa. Lo
arrastró al interior del baño ‒que, efectivamente, es lo que era‒ y allí lo dejo,
sentado en el suelo y con la espalda apoyada contra una pared, y tras él cerró
la puerta.
Siguió avanzando, esta vez más ligero,
hacia el siguiente tramo de la escalera, bajo el cielo estrellado de la noche
que se desplegaba, magnífica, sobre la columnata de piedra. Cuando llegó al
primer escalón, se paró ante él, recordando la terrible trampa a la que había
sobrevivido poco antes. Escrutó la escalera que conducía a la planta superior
de la mansión en busca de otros ardides, y pasó la mano frente a ella mientras
recitaba unas palabras que hubieran debido revelar cualquier sello impuesto
sobre la misma; como no mostraron cosa alguna, puso lentamente un pie sobre el
escalón. No le ocurrió nada, así que, poco a poco, comenzó a subir.
Ese ascenso se le hizo interminable en un
sentido demasiado literal como para ser descrito. Tenía la impresión angustiosa
de que dar cada paso, subir cada escalón, le llevaba minutos. El tiempo parecía
estirarse sin límites. La escalera cada vez parecía volverse más vertical,
aunque cuando se detenía, cansado, para mirarla atentamente, le parecía
exactamente igual que antes. La piedra de Orn, en su cuello, pesaba más según
pasaba el tiempo, y se sentía muy fatigado. Para ir más rápido intentó subir los
escalones de dos en dos, pero le resultaba imposible el esfuerzo de levantar
tanto las piernas; subirlos de uno en uno ya era demasiado fatigoso. Al cabo de
un buen rato de subida, el aburrimiento y el desánimo empezaron a hacerle
mella. Se sintió tentado de regresar, de volver a bajar la parte ya recorrida
de aquella inacabable escalera, de ir en favor de la gravedad y quién sabe si
del tiempo; porque era como si, en efecto, fuera río arriba, y no sólo contra una
corriente de agua que lo arrastrara en dirección opuesta, sino también contra
la dirección del tiempo, que no quería dejarlo avanzar. Todo se confabulaba en
su contra. ¿Llegaría alguna vez al final? ¿Le interesaba realmente hacerlo?
Porque ¿para qué estaba allí, al fin y al cabo? ¿Para ayudar a la gente de
aquella ciudad miserable que ni siquiera quería ser ayudada, que no merecía
ayuda alguna? ¿Qué más daba todo? ¿Para qué tantos esfuerzos inútiles? ¿Iba a
ser el mundo un poco mejor después de aquello, o todo seguiría igual, la misma
tragedia estúpida y sin sentido que no puede ser enmendada? Todo empeño en
enfrentarse a las injusticias y desórdenes del mundo era tan fútil como
soberbio; un ejercicio de pura vanidad, solamente para creerse mejor, para
aparentar que se hace todo lo posible y que se actúa, piensa y siente desde una
pretendida superioridad moral. Para creer que tenemos algún poder, que somos
libres cuando menos de elegir; que no toda suerte está echada y somos meros
títeres de fuerzas más allá de nuestra comprensión y control. Pues, de lo
contrario, la vida se haría demasiado asfixiante; al final nada serviría para
nada y lo mejor sería quedarnos quietos y mudos hasta morir.
Esto es lo que Blake cavilaba entre paso y
paso, en cada uno de los escalones de esa interminable maldita escalera. Y cómo
le pesaba la piedra en el cuello, que tiraba de él hacia abajo, en contra del
tiempo y de su voluntad… Sólo había motivos para desistir, para tirar la
toalla, para dejarse llevar en favor de la corriente, que era la corriente del
fracaso y de la inercia, del abandono de toda responabilidad y de toda meta.
Seguir adelante es absurdo cuando careces de toda motivación para hacerlo. Es
más, es imposible: no se puede seguir adelante sin un motivo, y objetivamente
hablando no hay motivos para nada; todo motivo es una ilusión de la
mente, un error, una farsa acerca de la libertad y la felicidad que se verá tan
frustrada como todo en la vida, en este universo material que no se somete a
nuestros designios ni responde a finalidad alguna. El desánimo y el cansancio
invadieron a Blake, que terminó por detenerse. Seguir era una necedad.
Se llevó la mano al pecho, a la piedra,
insoportable de cargar. Intentó recuperar el resuello; no podía dar un paso
más. Sentía el peso de la existencia sobre él como un lastre imposible de
llevar, pero también de soltar. Una obligación tan inexcusable como inaguantable.
Ya no sabía para qué estaba allí; no recordaba tener ninguna razón que lo
justificara. Todo era absurdo. Como lo era su propia vida desde que murió Ella,
y él se quedó solo y completamente vacío, y desterrado de su comunidad.
Pero no.
Esa forma de pensar era pusilánime y
cobarde. Algo surgió dentro de él, de algún lugar muy profundo, para
recordárselo. Un pequeño punto de oscuridad que creció lentamente, devorándolo,
desalojando esos otros sentimientos de abatimiento y pasividad. La única
cosa que podía devolverle su energía, un impulso, una dirección. Era el odio.
El ímpetu contra su enemigo, el ansia de derrotarlo, de quedar por encima de él
o morir intentándolo. Tenía que aplastarle el cráneo a puñetazos a ese hijo de
perra cuya trampa casi lo había matado un rato antes; tenía que enseñarle que
era mejor que él y liberar a la población de la ciudad de su influjo maldito. Y
tenía que hacerlo, simplemente, porque ése era su compromiso, y su compromiso estaba
por encima de cualquier emoción; más allá de todo desánimo y de toda falta de coraje
ante la vida. Porque hay obligaciones que están por encima de uno mismo, de
nuestros patéticos sentimientos, y la voluntad nos recuerda que es así
por más que queramos silenciarla y escondernos de ella y sus exigencias. Y, en
cualquier caso, por encima de toda apatía está siempre el irrefrenable impulso
de la venganza, que anegó a Blake como una inundación de rabia. Tenía que
desquitarse de ese cabrón del alcalde. Pues era él quien estaba aniquilándolo
con esas funestas emociones, con esa abulia, ese deseo de abandono y
autocompasión. Ésta, que tampoco había visto venir, era otra trampa, como la
anterior; otro ataque mediante artes psíquicas que intentaba minarlo, hacerle rendirse,
para que dejara hacer a Goldschmitt todo lo que había hecho hasta entonces. El
alcalde quería reírse de él y seguir ejerciendo su poder sin obstáculos. La motivación
siempre está del lado del que triunfa, mientras que el sentimiento de desamparo
y abandono es el patrimonio del perdedor, del que ceja en su empeño y no es
capaz de seguir adelante. Pero eso es precisamente lo que hay que hacer: hay
que dar un paso más, y otro, y otro, siempre el siguiente, hasta lograr lo que
uno se ha propuesto o caer en el intento, pero sin abandonar jamás.
Porque vivir es perseverar, y todo lo demás es traicionarse a uno mismo, ser el
propio enemigo.
Y Blake dio otro paso, sin fuerzas,
exhausto física y moralmente. Y luego otro, al que siguió un tercero. Y un
cuarto, contra esa escalera imbatible, y contra el mundo entero que se le oponía,
contra la vida que quería aplastarlo y humillarlo. Continuó y continuó, haciendo
de su existencia misma una venganza contra la realidad absurda y devastadora; haciendo
de su propio ser una represalia, un acto de revancha. Un grito del ser contra
la nada. Al final, o se quiebra la voluntad o se quiebran los obstáculos; y su
voluntad en esta ocasión no se quebró, por más que estuviera a punto de hacerlo
a cada segundo. Con un esfuerzo titánico, consiguió llegar al último escalón y
venció a la terrible espiral de piedra, tras una ascensión que a su parecer podría
haber durado días, o semanas, o meses. Pero recordó quién era y por qué estaba
allí, pues ése fue en todo momento el gran peligro: olvidarse de sí mismo,
olvidar el propósito que lo guiaba. Mas no lo hizo, y llegó hasta arriba triunfante.
Se encontró por fin en la última planta de la mansión. Y de repente todo
cambió, y fue consciente de que el ascenso le había llevado apenas un minuto o
dos, y de que todo había sido una ilusión; otro juego de Goldschmitt con el
espaciotiempo, que él, pese a todo, había conseguido superar.
Ya no se encontraba en lo alto de
la nave del templo, como cabría esperar, rozando el bello cielo estrellado en
que se perdían las gruesas columnas; de repente se vio en una vieja casa de
madera de suelo crujiente, cuya estructura de pértigas y travesaños de madera le
recordó el esqueleto de un antiguo animal. Las paredes estaban cubiertas de
bastos tablones horizontales sin pulir, y el tejado a dos aguas, bajo el cual
había un doble techo al que se subía por una insegura escalera de mano, estaba
formado por troncos cruzados y atados por cuerdas. Ese tipo de construcción era
muy vieja; Blake le estimó no menos de cuatrocientos años, quizá de los tiempos
de los primeros colonos del país. En la sala donde se encontraba no había
ninguna ventana al exterior, y la única y mortecina fuente de luz era un candil
que reposaba sobre una mesita de madera pegada a una de las paredes. Al fondo
había una puerta que estaba cerrada, y de la pared opuesta al candil colgaban
dos cuadros, los retratos de una mujer y un hombre, a ambos lados de un reloj
de péndulo que producía un rítmico tic-tac. Los retratos recordaron a Blake al
que había visto abajo, al entrar en la casa, así como las fotos sobre la repisa
de la chimenea, si bien estos dos eran más antiguos y las personas
representadas parecían del siglo XVII por su indumentaria. El reloj era también
considerablemente antiguo, un modelo bastante primitivo sin el adorno y la
sofisticación de otros posteriores.
Sólo había un camino que seguir:
abrir la puerta del fondo. Pero antes, Blake, que sintió bastante curiosidad
por los retratos, dedicó unos segundos a contemplarlos. Después de todo lo
sufrido, tan cerca ya del final, no había especial prisa; podía pararse un
instante a descansar. La estancia era tranquila, no había ninguna amenaza, y el
sonido rítmico del reloj de pared le permitió relajarse por un momento.
Enseguida entraría en la habitación del fondo, donde Goldschmitt debía de
esconderse, y le daría su merecido. No tenía escapatoria. Así que podía
detenerse brevemente allí.
Qué curiosos eran aquellos dos
cuadros. ¿De quiénes serían? Tal vez le proporcionaran alguna información
relevante; cuando estaban allí, en tan destacado lugar, es que debían de ser
significativos para su anfitrión. Echarles un vistazo detenido no le haría
ningún daño. Más por curiosidad que por necesidad, pues veía perfectamente
hasta los más pequeños detalles incluso con aquella luz tan tenue, se acercó al
retrato del hombre y lo escrutó. Su atuendo y peinado, con el pelo largo hasta
los hombros, casaca y valona al cuello, era del siglo XVII, o quizá de la
transición el XVIII, propio de alguien acomodado pero que no pertenecía a la
aristocracia o a las clases más altas. Tenía la nariz aguileña y espesas cejas
que le conferían un aspecto adusto y sereno, sólo roto por la ligera mueca de
la boca, que daba al rostro una cierta tensión contenida. El pelo era cobrizo e
iba bien afeitado. La pintura recordaba a Blake a tantas otras que había visto
de los peregrinos puritanos de aquellos tiempos.
Hacía perfecto juego con el
retrato de la dama, evidentemente obra del mismo pintor. Algunos rizos morenos
sobresalían de la cofia blanca que cubría su cabeza; llevaba una gorguera
sencilla al cuello y un sobrio vestido negro. Era medianamente hermosa; tampoco
demasiado, pero su rostro redondo, con la boca muy pequeña, tenía cierta
gracia, tal vez por la mirada límpida y la sensación de paz de espíritu que
transmitía. También encajaba en la imagen puritana del varón. ¿Serían pareja?
¿Un matrimonio, tal vez? Había una obvia diferencia de edad entre ellos: él
podría haber sido el padre de ella. Pero eso hubiera sido muy normal en aquella
época. ¿O serían padre e hija?
El reloj continuaba entonando su
rítmica canción, y calmaba los nervios de Blake. Siempre le habían gustado ese
tipo de relojes. Y, tras las dos duras pruebas que había superado, ese breve
momento de relax no le venía nada mal antes de enfrentarse por fin con su enemigo.
A propósito de éste, ¿qué relación guardaría con ambos retratados? Pues,
evidentemente, estaban allí, tan cerca de él, por algo; como los retratos de la
planta baja. Debían de poseer un gran valor sentimental para Goldschmitt:
serían gente relevante de su lejano pasado en otras vidas, o incluso, como no
era extraño entre los caídos, puede que uno de los dos hubiera sido su propia
encarnación en alguna de ellas. Podría haber sido tanto él como ella, claro; y el
otro sería o familia o su gran amor. Blake lo había visto mil veces en los de
su estirpe; era él mismo, curiosamente, el que siempre tuvo problemas para
recordar vidas pasadas, lo cual era una severa limitación, pues los caídos
aumentan en sabiduría y poder a medida que recuerdan existencias anteriores y
suman sus experiencias a las actuales. Sus maestros le habían señalado una y
otra vez que había bloqueos en su espíritu que le impedían remontarse en la anámnesis
de su recorrido vital más de unas pocas generaciones, cuando otros caídos, al
cabo de unos años de meditación y entrenamiento, podían retrotraerse a diez o
doce, e incluso más. Él, para su edad, que desde luego no se correspondía con
su joven aspecto físico, había conseguido recordar muy poco, lo que había
limitado mucho su progresión en ciertos aspectos de la Disciplina.
Pero si uno de esos dos retratos
era el de una encarnación anterior de Goldschmitt ‒algo
muy probable, y si no, en todo caso, habría vivido en esa época, lo cual le
concedía una antigüedad bastante respetable‒,
significaría que era capaz de recordar unas doce o quince generaciones atrás, contando
con el promedio de duración habitual. Eso lo convertía en un caído viejo, y por
tanto poderoso. ¿Iba a poder con él? ¿No había acudido a su encuentro con
demasiado entusiasmo, sobrevalorando su propia capacidad para enfrentarse a él?
Al fin y al cabo, era capaz de controlar con su poder de sugestión a una
pequeña ciudad entera, decenas de miles de personas. ¿No haría mejor en evitar
esa confrontación? ¿No debería volverse por donde había venido? Su rival todavía
podría hacerle pasar sufrimientos peores aún que los anteriores… En cualquier
caso, mientras Blake lo pensaba, allí se sentía tranquilo y a salvo;
Goldschmitt no parecía interesado en salir a su encuentro. Así que podía
permanecer un rato allí, reflexionando. El tic-tac del reloj le ayudaba a
hacerlo.
De repente se fijó en que, al lado de la mesita con el
candil, había una silla de madera, de aspecto tan tosco como todo en aquel
lugar. ¿Cómo no la había visto antes? Se sintió cansado, así que retrocedió
unos pasos y se sentó en ella. Desde ahí podía contemplar más cómodamente ambos
cuadros, separados por el reloj y su monocorde sonido. Eran fascinantes, esos
cuadros. Ciertamente no eran obras maestras de la pintura; su ejecución podría
haber sido técnicamente mejor, y desde el punto de vista estrictamente
artístico, no aportaban gran cosa al género del retrato; eran muy
convencionales. Pero había en ellos honestidad, una sencillez que se limitaba a
mostrar a ambas personas sin artificios ni idealizaciones. Ni les aportaba ni
les quitaba nada: simplemente eran así. Contemplar los retratos era como
tenerlos delante, con su expresión perfectamente preservada para los siglos
venideros. ¿Cómo sabía Blake que era así, sin haberlos conocido? Simplemente lo
sabía; era obvio. Eran ellos. Y allí permanecerían para siempre,
perfectamente inmortalizados, diríase que vivos en la pintura, como si ésta
pudiera cobijar su alma y ambos hubieran quedado resguardados en un instante de
su vida que, lo fuera en ese momento o no, el recuerdo había convertido en un
instante de absoluta felicidad, de plenitud. Qué gran dicha, la de hallar esa
inmortalidad, una verdadera, y no la pseudoinmortalidad de los caídos, siempre
muriendo y renaciendo una y otra vez, y olvidándolo todo y teniendo que volver
a recordarlo, con la cordura siempre amenazada por ello, por ese descubrimiento
de lo terrible que es la propia condición, el Don Oscuro que uno no querría
haber recibido, el poder ligado a la Caída… Qué hastío… Blake se sintió
cansado; pero allí sentado, con el tic-tac del reloj de fondo, se estaba bien,
se estaba relajado y se podía reposar; se podía pensar. Podría permanecer allí
un poco más de tiempo, recuperando fuerzas antes de hacer lo que tenía que
hacer… ¿Y qué era eso, por cierto? Sonrió, porque tendría que haberlo sabido;
¿cómo podía olvidarse de algo así? Tenía su gracia…
Volvió a mirar a los retratados atentamente, sus atuendos y
peinados ‒ella con el pelo recogido en la
cofia‒, y se preguntó por el modo de
vida de aquellos tiempos, mucho más austero y lleno de privaciones, pero
también menos complicado, con una menor dependencia de todo lo que el progreso
nos ha proporcionado. Una época más ingenua, más próxima a la naturaleza,
quizá; con más tiempo libre. Una vida con raíces, estrechamente unida a los
ritmos del campo, de las estaciones, del día y la noche… Una existencia más
auténtica. Blake no tenía recuerdos propios de esa época, su memoria no se
extendía tan atrás. Eso era una gran carencia para él. Al menos allí,
contemplando esos cuadros, escuchando el tic-tac del reloj, que era como sentir
el paso del tiempo real, del flujo de la vida, podía hacerse una idea de lo que
hubiera sido aquella época. Una época incierta, mucho más expuesta a las
enfermedades, a la muerte temprana, a las limitaciones materiales, pero también
una época pura, de convicciones fuertes, de recompensas simples y mucho más
satisfactorias, sin los sofisticados artificios del presente. Le hubiera
gustado conocer la historia de esas dos personas; tenía una inmensa curiosidad
por saber de la vida que habían llevado, sus preocupaciones y esperanzas, sus
alegrías y miedos. Ellos ya estaban fuera del tiempo, de todo pesar y dolor.
Qué suerte tenían, colgados como estaban de aquella pared, ya inmortales sobre
el lienzo, incorruptibles, viviendo ese instante por toda la eternidad,
acompañados del tic-tac del reloj que allí dentro jamás dejaría de marcar el ritmo
invariable del tiempo…
Blake se rascó la barbilla a través de la barba de varios
días. Normalmente no la llevaba así; solía afeitarse a diario. Se le habría
pasado hacerlo por algún motivo. Bueno, estaba claro que allí no tenía dónde
afeitarse. Aunque… ¿varios días?
No. Algo no cuadraba. ¿Qué hacía allí? ¿Para qué
estaba allí, en ese lugar? Estaba muy tranquilo, a gusto, le apetecía quedarse
un ratito más, por qué darle tantas vueltas… Pero su intelecto se revelaba
contra algo, si bien no tenía muy claro contra qué. Había alguna incoherencia;
el contexto no se correspondía con ninguna relación causal, salía de ninguna
parte sin que pudiera conectarlo con nada. No había lógica en esa placidez, en
ese bienestar. ¿En qué radicaba exactamente? Se miró la mano con que se
había rascado y tuvo un vago recuerdo… El recuerdo de algo doloroso
extendiéndose por esa mano, trepando por su brazo y devorándolo; una sensación
de dolor, y miedo, y asco… Y también le vino a la cabeza el recuerdo, apenas
una vaga reminiscencia borrosa, de un ascenso interminable, fatigoso,
desalentador; un sentimiento de derrota, de querer abandonarlo todo y volver
por donde había venido… ¿Cuándo ocurrió todo eso? ¿A quién le ocurrió
todo eso?
Clavó los ojos, repentinamente
turbado, en los cuadros de la pared. «¿Quién soy yo?», se preguntó, y en su
mente el vacío, una ausencia, fue la única respuesta. «Quién soy…». Miró los
cuadros con los ojos abiertos de par en par. Escuchó el rítmico tic-tac del
reloj de péndulo. Su razón trataba de decirle algo, pero ¿qué? «Imágenes del
pasado… gente de hace siglos; esas ropas y peinados no son los de ahora… Ahora;
hoy, el presente… ¿Quién soy yo? ¿Qué es ser alguien? Somos lo que hemos
venido siendo hasta ahora, quienes hemos sido hasta hoy; recuerdos del pasado
que se actualizan constantemente, desde el presente… ¿Y el presente? Es tensión
hacia el futuro, es el deseo de hacer algo, de ser algo… alguien… reelaboramos
la memoria desde ese impulso hacia lo que aún no somos, y a la vez la memoria
limita dicho impulso, le impone unas normas, le dice lo que es o no posible en
función de los recuerdos acumulados. Pero yo no tengo recuerdos ni deseos, no
sé de dónde vengo ni adónde quiero ir…».
Entonces miró hacia la escalera
por donde había llegado, y se giró y vio la puerta cerrada al otro extremo de
la habitación. Y lo conectó con esas vagas reminiscencias que tenía, las del
dolor y el desánimo causados por el ascenso… las trampas… las trampas… Sí, él
venía de abajo, y quería cruzar esa puerta, buscaba algo al otro lado de la
misma, pero antes tenía que pararse a descansar un momento, porque le había
costado mucho llegar, y era tan relajante detenerse a mirar esos cuadros de
gente de aquellos tiempos lejanos, tan sencillos y bucólicos, con el tic-tac
del reloj…
Algo saltó en su mente como un
resorte, una protesta de su entendimiento que duró apenas un parpadeo, pero eso
fue suficiente. En lo que duró ese parpadeo, se levantó, cogió la silla y la
lanzó contra el reloj de pared con todas sus fuerzas. Silla y reloj estallaron
y los trozos de madera y las piezas de metal del reloj ‒pesas,
péndulo, cadena, engranajes interiores‒ saltaron por todas partes. Y
súbitamente era él de nuevo, Christopher Blake, y lo recordaba todo; tenía la
sensación de llevar poco tiempo allí, de haber terminado de subir las escaleras
hacía escasos minutos, pero sabía ‒se lo decía su conciencia
interna del tiempo, y pruebas físicas como su barba y la gran debilidad física
provocada por el hambre y la sed‒ que llevaba en esa habitación
mucho más tiempo. Era imposible concretarlo, porque en ese lugar fuera del
espacio el tiempo no corría con normalidad; era una trampa de tiempo, un bucle
del que era casi imposible salir. Afortunadamente, había sabido reaccionar antes
de que fuera demasiado tarde; había escapado por los pelos de otra ilusión
creada por Goldschmitt. Por lo visto, era lo único que éste sabía hacer: ni
mandaba a nadie a acabar con él ni se atrevía a hacerlo en persona.
Sintió su presencia, ahora muy claramente, al otro lado de
la puerta. Era el momento decisivo. Se encaminó hacia ella y giró el pomo,
lleno de rabia y afán de venganza, dispuesto a enfrentarse finalmente con su
enemigo.
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Abre la novela y sigue leyendo
Christopher Blake, un ángel caído, regresa a la ciudad de Hellstown tras
veinte años de destierro. Fue expulsado por su clan, los Señores
de la Llama Eterna, que se disputan el control de la urbe con
el clan rival de los Luna Negra; la tensión entre ambos está a
punto de convertirse en una guerra abierta. Para ser readmitido,
Blake tendrá que aceptar una peligrosa misión: investigar la
desaparición de varios de los suyos en el territorio de sus
enemigos. Así conocerá a Rain, una cantante de rock mortal
relacionada con éstos, junto a la que se adentrará en un mundo
aún más siniestro del que podía imaginar. Mientras tanto, la muerte y la
destrucción se desatarán a su alrededor.
Balada de los caídos es una novela para jóvenes y adultos
que combina el género noir, la fantasía gótica y el
terror de forma trepidante.
BALADA DE LOS CAÍDOS
D. D. Puche
Grimald Libros
519 páginas
Tapa blanda / ebook
ISBN (papel): 9788409089604
ISBN (papel): 9788409089604
ISBN (digital): 9781370866335
Papel (15,90 €)
Digital (epub) (2,99 €)
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Es estremecedora la primera vez que uno llega a Hellstown y contempla la vertical silueta de la ciudad, desdibujada por la niebla de la bahía y la contaminación. Un horizonte [...]
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Hellstown es una metrópolis que domina la Gran Bahía del este de Norteamérica. Es una de las ciudades más importantes del mundo, con una población de unos ocho millones [...]
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Si eres fan de la fantasía noir, no puedes perderte Balada de los caídos, la novela de D. D. Puche que te sumerge en un mundo oculto y siniestro en el que los ángeles caídos [...]
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DEL MISMO AUTOR
Balada de los caídos © Daniel y David Puche Díaz
(Entrada publicada en 16/5/2024)
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