Christopher Blake. Los años del destierro
LA MANSIÓN EN LA COLINA (I)
LA MANSIÓN EN LA COLINA (I)
Esta historia transcurre dieciocho años antes de los acontecimientos de
Balada de los caídos
Balada de los caídos y La ley de los caídos (D. D. Puche Díaz)
son novelas de fantasía oscura que nos introducen en un mundo de ángeles
caídos desterrados entre los mortales por su rebeldía ancestral. Una
combinación de misterio y terror para jóvenes y adultos. Publicadas por Grimald Libros.
I
En esos años Blake erraba de un
lugar a otro como un vagabundo, sin oficio ni beneficio, lleno de rabia y de
tristeza por la muerte de su amada y el posterior destierro ‒de su clan y de su ciudad‒, debido a haber estado con
una mortal. Recorría el interior del país sin rumbo fijo, intentando
inútilmente huir de lo único de lo que no se puede huir, o sea, de uno mismo y
del propio pasado; el dolor por lo perdido es la condena de la que nadie, ni
siquiera un ángel caído, un demonio oculto entre los mortales, puede escapar. Deprimido
y casi siempre borracho, con sus capacidades sobrenaturales muy mermadas por la
Piedra de Orn que colgaba de su cuello, engastada en una cadena indestructible
e imposible de quitarse, iba de aquí para allá como un fracasado cualquiera,
cargado únicamente con su macuto, buscando el siguiente lugar donde intentar
ahogar sus penas en la bebida y en la contemplación de los dramas humanos. Y
así fue como llegó a la pequeña ciudad de Embersville. No tardaría en encontrar
problemas en ese lugar, tan maldito como él.
Entró en la ciudad por Main
Street, realmente una avenida que era la prolongación de la carretera a su paso
por ella. Blake llevaba una larga chaqueta gris, envejecida por la dureza del
camino, y tan cubierta de polvo como los vaqueros y las botas. Sobre el pecho, y
bajo el grueso jersey de lana, pendía la Piedra, la cual pesaba tanto que un
mortal se hubiera quedado clavado al suelo sin poder arrastrarse siquiera. Sobre
un hombro llevaba su macuto, con las pocas pertenencias que había escogido para
su destierro de veinte años. Enseguida notó miradas que se le clavaban a su
paso por la calle, y no eran precisamente acogedoras. No parecía ser uno de
esos sitios donde los forasteros son recibidos cálidamente, y menos todavía cuando
tienen pinta de vagabundos. Pero, bueno, él sólo estaba de paso; quería apagar
su terrible sed y seguir su camino hacia lugares que lo ayudaran a olvidar por
un momento su miseria. Supo desde el primer momento que aquél no sería uno de
ellos.
Como caído, no se le podía
ocultar la podredumbre humana, y en Embersville ésta
abundaba. Aquella pequeña ciudad minera era tan gris y fría como sus propios
habitantes, constató enseguida. Al fin y al cabo, toda ciudad es un espejo que
refleja las almas de quienes la habitan. Y notó que, o ese espejo era muy
deformante, o había ido a parar a un sitio donde la gente no era de lo mejor. A
su paso por la amplia calle, a medida que dejó atrás edificios de viviendas con
viejos mirando desde puertas y ventanas con ojos curiosos y despectivos, y
luego los primeros comercios ‒una barbería, una tienda de
comestibles, otra de armas, una farmacia‒, fue cruzándose con más y más gente
de aspecto cetrino y lúgubre, como si allí nadie fuera feliz por algún motivo.
Personas y edificios desprendían un aura levemente turbadora, como alguien o algo
de lo que más valiera alejarse cuanto antes, porque estaba podrido por dentro,
como enfermo, y esa enfermedad del alma casi tenía una consistencia adherente y
contagiosa. A Blake, desde luego, no le gustó desde un primer momento ni la
ciudad ni la gente huraña y fisgona con que se cruzaba, todos siguiéndolo con
la mirada; y se preguntó qué pasaría allí, porque no percibía ninguna causa
aparente. Quizá las minas habían provocado enfermedades a gran parte de la
población, como en otros lugares, y el ambiente era depresivo y mórbido por
ello; tal vez su actitud poco hospitalaria respondía a su aspecto, no sólo
foráneo, sino más sano, y por ello hasta ofensivo para ellos. Pero todo era extraño,
fuera por lo que fuera, y no saldría de dudas hasta cruzar palabra con algún
lugareño. Ganas de ello no tenía, pero de algún modo tendría que aplacar su sed
y llenar el estómago con algo antes de proseguir su interminable camino, como
es siempre el camino de alguien sin hogar.
Sin apartarse nunca de la calle principal, porque no quería
demorarse en aquel triste lugar ‒“Villatriste”, como lo rebautizó
para sus adentros‒ ni un minuto más de lo
necesario, buscó el primer sitio en que sirvieran comidas para poder meterse. Que
no encontrara uno rápidamente ya era una mala señal; allí donde no abundan las
cafeterías, restaurantes y cervecerías, es que la vida no tiene mucho pulso.
Por el camino, más miradas desdeñosas y más auras trémulas, desdibujadas,
grisáceas. Y, de hecho, surgieron los primeros problemas.
Un coche patrulla se puso a su altura y el policía que iba
de copiloto bajó la ventanilla. Blake no lo miró siquiera, pero notó
perfectamente los ojos del poli clavados en él, siguiéndolo con la mirada.
Sintió de inmediato la hostilidad. Tras unos segundos así, sin dejar de caminar
como si no pasara nada, el agente le dirigió la palabra con voz metálica y
monótona:
‒Eh, amigo. Tú, sí, tú; no te
hagas el loco.
Blake lo miró, pero siguió caminando.
‒¿Sí, agente?
‒¿Por qué no te detienes? ¿Es que
no me oyes?
Blake se detuvo.
‒Es que no me había dicho que lo
hiciera.
El coche se paró a su lado. Los dos policías lo observaban
con una mezcla de condescendencia y asco. Obviamente, el autoritarismo era para
ellos toda una forma de ser.
‒Por lo visto, tenemos aquí a un
listillo, ¿no?
‒Sí, tiene pinta de listillo.
‒Sólo andaba por aquí, agentes;
no he querido dar lugar a ningún malentendido. Busco algún sitio donde comer,
eso es todo. Después seguiré mi camino.
‒¿Y adónde conduce ese camino,
amigo?
‒Fuera de aquí, puede estar
seguro.
‒¿Es que no te gusta nuestra
ciudad?
‒Tanto como cualquier otra. Pero
sólo estoy de paso. Es lo que he querido decir.
‒Yo creo que no le gusta nuestra
ciudad, Bob.
‒No, no parece que le guste mucho.
‒Yo no he dicho eso.
‒Pero lo das a entender, amigo. Y
puedes herir los sentimientos de alguien. ¿Tienes nombre?
‒Sí.
Se hizo un silencio tremendamente tenso. Blake pudo hasta
escuchar cómo se crispaba la musculatura facial del poli que iba de copiloto.
‒¿Y me lo vas a decir, listillo,
o voy a tener que sacártelo por las malas?
‒Me llamo Christopher Blake,
agente.
‒Vaya, bonito nombre, ¿no?
‒Sí. Parece el nombre de alguien
importante.
‒Cierto. ¿Eres alguien
importante, amigo?
‒No, no soy nadie importante.
‒¿Ah, no? ¿Y tienes algún
trabajo?
‒¿Trabajo? No. Soy rentista. Y ya
le he dicho que estoy de paso. No pretendo quedarme aquí más de lo necesario.
‒Ah, sí, es verdad; no te gustaba
nuestra ciudad.
Blake no contestó a eso. Se quedó mirando fijamente al poli,
a ver por dónde le salía con sus provocaciones, aunque estaba bastante claro.
‒Entonces ‒dijo el policía al fin‒, si no estás a gusto aquí,
amigo, y si no eres un tipo importante como para mirarnos por encima del
hombro, sino un simple vagabundo sin trabajo, no puedes quedarte; aquí no nos
gusta la gente sin oficio ni beneficio, que sólo trae problemas. Así que
lárgate. No te detengas en ningún sitio; sigue caminando hasta el final de la
calle y sal del municipio.
‒Es precisamente lo que intentaba
hacer. Pero antes quería comer algo.
‒No, es mejor que no te detengas.
Ya comerás en otro lugar. A unos cinco kilómetros por la carretera llegarás a
una estación de servicio. Tiene un buen restaurante. Come allí. Porque aquí no
queremos verte más, Christopher Blake. Lárgate. Considera esto un aviso por las
buenas. Que no te volvamos a ver. ¿Lo has entendido?
‒Sí, agente, lo he entendido.
El policía de la ventanilla le dedicó una sonrisa de
superioridad y el coche se puso en marcha. «Y tanto que lo he entendido, agente»,
pensó Blake, mientras reanudaba también su caminata en busca de algún maldito local
donde comer en aquella ciudad inmunda.
Encontró por fin un sitio medio
decente en la esquina de Main Street con Union Street, una gran cafetería que
servía un plato del día, y se metió a almorzar. Se sentó en una mesa, dejó el
macuto en los asientos de enfrente, y cuando lo atendió la camarera, vestida
con un delantal desteñido y una cofia que parecían de otro tiempo, le pidió un
filete con patatas y guisantes, café, y de postre, un trozo de tarta de cerezas.
La comida no estuvo mal, para variar, y se tomó varias tazas de café, incluso
tras haberse terminado la tarta, mientras escrutaba a la gente a su alrededor ‒camarera incluida‒, rostros fríos y huraños que lo
miraban de reojo con evidente desagrado. «¿Pero qué demonios le pasa a la gente
aquí?», se preguntaba Blake mientras analizaba esas caras y sus auras, en las
que percibía algo común, un patrón, algo sutil pero que, desde luego, estaba
fuera de lugar. En aquella ciudad algo no iba bien; había algún tipo de anomalía,
pero no era capaz de concluir de qué se trataba, y empezó a sentir curiosidad.
Todos parecían afectados por una misma cosa, y con independencia de los
problemas o tragedias que allí hubieran tenido lugar, tenía que tratarse de
algo ajeno a la rutina habitual de los mortales. No obstante, no daba con ello,
no podía identificarlo; y tampoco advertía presencia sobrenatural ‒la de los suyos‒ por ninguna parte. ¿Qué era,
pues, lo que ocurría en Embersville?
‒¿Todo va bien por aquí? ‒preguntó a la camarera cuando ésta se acercó con la cafetera, a una señal que le hizo.
‒¿Bien? Supongo que sí… ¿a qué se
refiere? ‒respondió desganada mientras le llenaba la taza mecánicamente.
‒A la vida de la ciudad, en
general. ¿Las cosas por aquí marchan con normalidad? Es que he notado una
atmósfera un poco triste, como si se hubiera producido alguna desgracia
reciente o algo así.
‒¿Una desgracia? No, nada de eso.
Todo es perfectamente normal. Aquí no pasa nada de nada.
Sin apenas mirarle a los ojos cuando respondió, la
inexpresiva camarera se fue a atender otra mesa. Entonces Blake tuvo la certeza
de que pasaba algo en aquella poco acogedora ciudad minera, aunque no tuviera
idea de por dónde iría el asunto. ¿Qué hacía que todos se comportasen así? Por
un momento se olvidó de su propia miseria y se quedó pensativo, mirando el café
en su taza mientras lo hacía girar lentamente, tras haber dejado el pago de su
consumición y una buena propina para Mandy, la camarera, por su simpatía. Quizá
así se alegrase durante una décima de segundo. Aunque parecía poco probable.
Varios rostros secos y marchitos
lo habían contemplado, desde la barra y las mesas, con expresiones poco
amigables. Y no fue demasiada su sorpresa cuando un familiar coche de policía
se detuvo frente a las cristaleras sucias del local y de él se bajaron dos
agentes de aspecto autoritario. Entraron y, tras saludar con familiaridad a
varios de los asistentes, incluida Mandy, se dirigieron a él.
‒Vaya, ¿quién está aquí, Joe? ¿No
te dije que volveríamos a verlo?
‒Sí que lo dijiste, y aquí está.
Toda una sorpresa, ¿eh?
‒Este transeúnte no debe de oír muy bien, supongo, porque no se
ha enterado de que le dijimos que se fuera lo antes posible de la ciudad. ¿No
oyes bien, amigo? ¿O es un problema de entendederas el que tienes?
Estaban uno a cada lado de Blake, con los
brazos en jarras, una mano sobre la cintura y la otra sobre la cacha del
revólver. Típica postura amenazadora de policías pueblerinos. Para él no
suponían ninguna amenaza, desde luego; pero tampoco pensaba hacer nada contra
esos dos alfeñiques molestos, y menos en público.
‒¿Cuál es el problema, agentes?
‒¿El problema? El problema es que no has hecho lo que te
dijimos, señor Christopher Blake de nosedónde. Y nos tienes muy disgustados.
‒Esperábamos más colaboración por tu parte, amigo.
‒Ya. ¿Y entonces…?
‒Entonces, te vienes con nosotros. Directamente al calabozo.
Toda la gente del local estaba pendiente de
la conversación, y parecían animados ante esa posibilidad.
‒¿Al calabozo? ¿Y por qué motivo?
‒Por desobediencia a la autoridad.
‒¿Está hablando en serio? ¿Se refiere a la autoridad
absolutamente arbitraria de echar a alguien de una localidad porque sí?
‒Sí, me refiero exactamente a esa autoridad, la que has
desobedecido flagrantemente. Así que esta vez nos acompañas a la comisaría,
amigo mío. Vamos a ver si te bajamos un poco esos humos.
‒Como quieran.
Blake se levantó y le hizo una seña a la
camarera, indicándole que tenía el dinero sobre la mesa. Uno de los dos polis,
Bob o Joe ‒no tenía claro cuál era cuál‒, le puso las manos a la espalda y lo esposó sin que él
opusiera resistencia alguna; el otro fue a coger su petate para llevarlo al
coche patrulla, sólo para descubrir que pesaba mucho más de lo que esperaba; le
costó bastante levantarlo y llegó muy asfixiado a la acera.
Condujeron a Blake a la comisaría, un viejo
edificio de dos plantas de ladrillo rojo que estaba en el centro, cerca del
ayuntamiento y de la iglesia episcopaliana, cada una de las construcciones en
uno de los lados de una amplia plaza ajardinada. Hasta los pinos que la
rodeaban parecían apáticos, como todo en la ciudad. Un sargento lo fichó en el
mostrador de la entrada, mirándolo de hito en hito como quien mira a un
extraterrestre; registraron sus pertenencias, que llevaron al almacén hasta que
fuera soltado ‒ellos mismos no pudieron ni entenderlo, pero hicieron la
vista gorda con la Piedra de Orn que colgaba de su cuello, bajo el jersey‒, y lo bajaron
al calabozo del sótano, donde había un par de borrachos y un chorizo de poca
monta. Y con esa grata compañía permaneció, tranquilamente sentado, durante unas
nueve horas, hasta que apareció el sargento y le dijo que lo soltaban sin
cargos en su contra. Arriba le devolvieron sus cosas, y allí estaban, haciendo
comentarios sarcásticos y gesticulando como personajes de película mala, los
agentes Bob y Joe, que lo llevaron de nuevo hasta el coche patrulla.
‒Tú te vienes con nosotros, Christopher Blake. No queremos que
vuelvas a despistarte otra vez.
Con él y su macuto en el asiento trasero,
al otro lado de la maampara de plástico, condujeron hasta las afueras. Allí,
donde terminaba la acera y empezaba el arcén de la carretera, más allá de la
última gasolinera que marcaba las lindes de la ciudad, le hicieron bajar del
coche.
‒En esa dirección sigue tu camino, amigo. No te pierdas.
‒Que no volvamos a verte por aquí. No seremos tan buenos
anfitriones una segunda vez, ¿entiendes?
‒No, no nos gustan los vagos por aquí. Espero que esta vez hayas
cogido el mensaje. ¿Lo has cogido?
‒Sí, claro que sí, agente. Esta vez lo he cogido
perfectamente.
Los agentes Bob y Joe se metieron en el
coche, dieron la vuelta y regresaron a la ciudad. Ya era de noche y empezaba a
hacer frío. Caía una llovizna fría. Blake esperó a que el coche policial se
perdiera de vista.
‒Lo he cogido perfectamente ‒repitió.
Y echó a andar de nuevo en dirección a Embersville.
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Abre la novela y sigue leyendo
Christopher Blake, un ángel caído, regresa a la ciudad de Hellstown tras
veinte años de destierro. Fue expulsado por su clan, los Señores
de la Llama Eterna, que se disputan el control de la urbe con
el clan rival de los Luna Negra; la tensión entre ambos está a
punto de convertirse en una guerra abierta. Para ser readmitido,
Blake tendrá que aceptar una peligrosa misión: investigar la
desaparición de varios de los suyos en el territorio de sus
enemigos. Así conocerá a Rain, una cantante de rock mortal
relacionada con éstos, junto a la que se adentrará en un mundo
aún más siniestro del que podía imaginar. Mientras tanto, la muerte y la
destrucción se desatarán a su alrededor.
Balada de los caídos es una novela para jóvenes y adultos
que combina el género noir, la fantasía gótica y el
terror de forma trepidante.
BALADA DE LOS CAÍDOS
D. D. Puche
Grimald Libros
519 páginas
Tapa blanda / ebook
ISBN (papel): 9788409089604
ISBN (papel): 9788409089604
ISBN (digital): 9781370866335
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DEL MISMO AUTOR
Balada de los caídos © Daniel y David Puche Díaz
(Entrada publicada en 13/1/2024)
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