EL ALQUIMISTA [V] (Relato)

Hay un Madrid oculto, de rincones antiguos escondidos a los ojos mortales, una ciudad sobrenatural que se solapa con la ciudad física... ¿Quieres descubrirla? Sigue los pasos de Salvador Morel por esos pasajes oscuros. El Alquimista es un relato (empieza a leerlo aquí) que ofrecemos a nuestros nuevos lectores para que se introduzcan en el mundo de los Repudiados.
Balada de los caídos y La ley de los caídos (D. D. Puche) son novelas de fantasía noir ambientadas en un mundo de ángeles caídos que sufren un eterno castigo viviendo ocultos entre los mortales. Una combinación de misterio, terror y melancolía. Publicadas por Grimald Libros.





EL ALQUIMISTA


Un relato sobre ángeles caídos

ambientado en el Madrid de posguerra




V

Las construcciones de los Fabricantes, que moldean el espacio-tiempo, dan lugar a las más caprichosas e increíbles arquitecturas. Los conocimientos de estos caídos, a medio camino entre el saber arcano y la tecnología, les permiten crear estructuras maravillosas que en parte pertenecen a este mundo y en parte no. Son “no-lugares” que los mortales no pueden percibir, y a los que desde, desde luego, no pueden acceder; forman una densa red mediante la cual los caídos ensanchan las constricciones de la materia, y constituye, por tanto, un elemento fundamental de su submundo oculto. Ese “otro” espacio-tiempo es a lo que llaman el Otro Lado, o el Limbo, y de más formas. Una ampliación de este plano de la realidad, con ilimitadas posibilidades. Así, por ejemplo, una oxidada puerta en un callejón sin salida, atrancada hace décadas, tras la que un mortal que la echara abajo sólo encontraría una antigua taberna que cerró cincuenta años atrás, puede abrirse para un caído a un enorme local donde los suyos se reúnen para jugar a juegos milenarios y consumir toda clase de vicios y perversiones. En la capilla de una iglesia del siglo XVI, en uno de los muros laterales de piedra, se abre, invisible, el corredor que conduce a un punto en el otro extremo de la ciudad, a una cámara donde se reúne un clan, en lujosos salones de mármol con paredes cubiertas de cuadros y tapices, lejos de miradas indiscretas. El pedestal de una estatua en un parque público, cuando es atravesado por un caído, puede hacerlo aparecer en plena calle Mayor, frente a un sorprendido viandante que un momento antes no veía a esa persona delante de sí. Naturalmente, estas entradas y salidas deben hacerse con la máxima discreción, y no respetarla es motivo de rigurosos castigos; permanecer en el silencio es la clave de la supervivencia de los caídos.

Esa red de portales, corredores y estancias inexistentes para los mortales es una de las columnas que sostienen la sociedad de los Primeros Hijos; una red que trabajan durante siglos y milenios hasta formar ciudades dentro de las ciudades mortales. Como no están en el espacio-tiempo normal, esos elementos permanecen donde son construidos, aunque en el plano físico convencional se lleven a cabo destrucciones y reconstrucciones, de modo que se solapan con cualquier otra estructura física posterior. Son como “agujeros de topo”, como los llaman también, una densa malla que les permite moverse a través de atajos por toda una ciudad ‒incluso extensiones mayores, a veces‒ entrando por un punto y saliendo por otro. Morel, como los demás Repudiados de Madrid, se desplazaba por ella a menudo para frecuentar los lugares exclusivos de su gente. Sitios de una belleza indescriptible, donde se reunían para disfrutar de creaciones estéticas lejos de las miradas vulgares e ignorantes de los mortales; sitios selectos, clubes donde sólo los caídos de cierto clan o estatus podían entrar y donde se conversaba sobre temas de gran importancia y se ejercían importantes influencias; sitios de una sordidez terrorífica, donde todos los vicios y placeres podían saciarse; sitios para reunirse clandestinamente, a escondidas no sólo de los mortales, sino de la propia Autoridad de los caídos. Pues donde hay una Autoridad, hay quien intenta burlarla. Y está en la naturaleza de los caídos querer burlar toda autoridad. 

A Morel le entusiasmaba el Madrid del Otro Lado, en el que se solapaban toda clase de creaciones de distintas épocas: medievales, renacentistas, barrocas… Caminaba sin rumbo por las calles convencionales de la ciudad y veía que un viejo convento del XVIII tenía una esbelta torre saliéndole de un lugar inverisímil, el resto en el Limbo de la iglesia que ocupó antes ese solar, un campanario neogótico rematado en largas agujas, con terribles gárgolas en sus esquinas. Dentro de unos grandes almacenes textiles encontraba una larga escalinata de piedra ‒se entraba a través de los actuales lavabos‒ que se elevaba, por dentro del edificio, hasta una cámara en la que una de los suyos, una Solitaria ya envejecida, vendía artefactos sobrenaturales y pócimas, todo ello de lo más básico, baratijas del mundo de los caídos. En las mismas calles en las que se levantaban edificios de viviendas del siglo XIX, burgueses y monótonos, él notaba cómo se fundían con largos muros de ladrillo y ventanas enrejadas, y de vez en cuando se abría, en mitad de una fachada cualquiera, una gran puerta de madera tachonada sobre la que se pendía un escudo heráldico, uno de tantos antiguos emblemas que aún testimoniaban los títulos de caballeros e hidalgos que habían ostentado entre los mortales los caídos que mandaron construir aquello siglos atrás.  




Aquel Madrid de posguerra se mezclaba con los vestigios de otro Madrid ya desaparecido, elementos de todas las épocas aglutinados tan sólo por el característico sabor castellano; todo ello estaba envuelto en una singular aura, rodeado de sombras y por una especie de neblina que, naturalmente, los mortales no captaban. Los caídos, en cambio, perciben esas intensas y características auras con un sexto sentido que no les podrían describir a aquéllos; pues las auras realmente no se ven, se sienten en la piel, como una proximidad, un temblor, algo que hace erizarse el vello; se captan espiritualmente, mientras que los mortales sólo perciben a través de los sentidos físicos. Aunque hay algunos, muy pocos, que pueden captar el Otro Lado, los llamados Videntes o Despiertos. Aun así, su interacción con este submundo es muy limitada, al estar limitados a la carne.

En sus largas exploraciones, que necesitaba como el comer o el dormir, porque así “oxigenaba” su espíritu ‒llegaba un momento en que hasta la contemplación estética junto a los Almas Errantes le causaba hastío‒, Morel se empapaba de la ciudad, que estaba de una forma prácticamente literal viva; y eso pese a la guerra, la ruina y la pobreza que la habían asolado pocos años antes y cuyas consecuencias aún duraban. Morel sentía su respiración, su tenue y acompasado ritmo, en tabernas, plazas y bulevares. Cruzaba frecuentemente la Plaza Mayor, y solía coger la salida que baja hacia Lavapiés, llena de cafés y tascas, de ambiente denso y animado; paseaba por el parque de El Capricho y se demoraba un buen rato junto al magnífico Templete de Baco; se sentaba sin prisas en la basílica de San Francisco el Grande  para admirar su ornamentada capilla mayor... Solía hacer estos recorridos solo, aunque alguna vez iba acompañado por Joanna; pero ésta habitualmente tenía obligaciones para con la familia, que dependían de su puesto en la jerarquía ‒él todavía no las había adquirido, y de ahí su libertad‒. Además, ambos eran bastante independientes y les gustaba tener sus momentos y espacios para sí mismos. Así pues, Morel vagaba meditabundo por un Madrid entre mágico y castizo, con un pie en lo sobrenatural y el otro en lo más prosaico; un Madrid de piedra, mármol y oro y otro de paredes desconchadas, aceras abiertas y olor a gallinejas y entresijos. Y ambas cosas le atraían igual.

Es verdad que había una gran inseguridad que el estado cuasi-marcial y la brutal policía del régimen apenas podían controlar; donde hay miseria hay delincuencia, y en esos tiempos había mucha miseria. Se pasaba hambre, y frío en invierno, y en general cundía el resentimiento. Los instintos más bajos estaban muy despiertos. Y Morel, que tenía muchos recuerdos de su vida anterior ‒cada vez más, a medida que progresaba en la introspección y la anámnesis e incrementaba así sus capacidades‒, comprendía perfectamente lo que era eso. Vivir al límite, jugártela cada día para comer, hacer equilibrio sobre el filo de la navaja, con la policía pisándote los talones y la certeza de que, si te pillan, no habrá juicio: te pegarán cuatro tiros y aparecerás en una zanja de obra. Él había sido delincuente, en su vida anterior, que terminó trágicamente hacia el año de la Gripe, aunque no lo mató ésta, sino la violencia. Había sido miembro de una banda de atracadores y pistoleros del sur de la ciudad; había llevado navaja y revólver y había usado ambos contra otras personas. Tenía las manos machadas de sangre. Al Morel de esta vida ‒la actual reencarnación de una y la misma alma inmortal, castigada a la metempsícosis por toda la eternidad‒ su anterior existencia le repugnaba: lo que él había sido, el daño que había hecho. Por eso, las armas le repugnaban, especialmente las de fuego. La sola idea de tocar una le daba náuseas, y se prometió que nunca lo haría; y creyó fácil cumplirlo, dado su actual estatus social y la protección con la que contaba. No podía imaginarse lo ingenuo que estaba siendo.

Una de sus largas caminatas lo condujo hasta el Palacio de Linares, en aquellos años vacío y ruinoso, pues un bombardeo lo había dañado. Un edificio rodeado de leyenda negra entre los mortales, que creían que estaba maldito y que en él se aparecían los difuntos. Y en cierto sentido tenían razón, aunque no entendieran por qué. En las obras del Palacio, cuyos arquitectos fueron Colubí y Ombrecht, intervino también un Fabricante caído que dejó su impronta; se trataba, en realidad, de una importante construcción del Otro Lado, con un reverso en el Limbo que albergaba una torre astronómica de unas quince plantas de altura. Un sitio poderoso. Las “ampliaciones” de la realidad llevadas a cabo por los Fabricantes a veces rozan los límites de otro plano de la realidad, el Abismo, donde moran los Antiguos desde el origen de los tiempos. Son seres tan antiguos como el Demiurgo, que los confinó en esa dimensión cuando organizó el actual cosmos, y desde entonces aguardan para escapar y destruir su Creación, el universo material. Esos seres primordiales, así como las criaturas menores que los sirven, son arcaicos hasta en comparación con los caídos, y los destruirían junto a todo lo demás si consiguieran escapar. El Abismo, también llamado Infierno o Tártaro, es increíblemente aterrador y peligroso. Y, sin embargo, cuanto más se acerca una construcción del Otro Lado a esas líneas invisibles que separan este universo del Abismo, más poderosas son y mayores pueden ser sus capacidades sobrenaturales. Por ello, los Fabricantes han de ser increíblemente cuidadosos en sus cálculos para no dejar escapar nada de ahí “abajo”, pero esa tentación siempre ha estado ahí; por eso mismo, se habían decretado estrictos límites a esas creaciones tan ambiciosas. El Palacio de Liria rayaba esos límites; allí ocurrían cosas muy extrañas porque las leyes de la física dejaban de tener efecto. De ahí su negra fama entre los mortales, que envolvían todo lo que no podían entender en las neblinas de la ignorancia, como siempre lo habían hecho sus diversas mitologías.

https://drive.google.com/file/d/13cFXUOlkzBnRXK0oFEhqo6jc4oJsYvuD/view

Los caídos encargados de velar para que no se abrieran grietas entre los planos, así como de destruir a cualquier criatura al servicio de los Antiguos que consiguiera escapar, eran los Vigilantes. Se trataba de un cuerpo muy reducido, la élite entre los caídos, con un inmenso prestigio y grandes hazañas del pasado en su haber; pero en los tiempos modernos su trabajo se había reducido bastante, en comparación con la Antigüedad y el Medioevo. El cambio de vida, el predominio de la ciencia y la industrialización, parecían haber “separado” más ambos mundos ‒al parecer, la fe de los mortales creaba vínculos que no habían dejado de debilitarse en los dos últimos siglos‒. Así que en Madrid quedaban muy pocos Vigilantes, pero muy de cuando en cuando Morel se encontraba con alguno de ellos. Fue precisamente ese día, delante del Palacio de Liria, cuando se topó con uno, Ignacio Ordoñez. Lo conocía de vista, porque había acudido a varios actos sociales de los Sibaritas; este Ordoñez parecía un cazador refinado. Intercambiaron los típicos saludos protocolarios entre caídos que se cruzaban por la ciudad, y algunas palabras más. Fue a través de Ordóñez como Morel se enteró de algo trascendente, más de lo que en ese momento le pareció. Uno de los siervos mortales a los que habían “limpiado” era un alto funcionario franquista que les había conseguido muchas cosas; estaba al tanto de quiénes eran. La novedad: las pesquisas habían establecido que un caído de la ciudad era el autor, aunque éste había borrado tan hábilmente la mente del funcionario como para no poder sacar de ella su identidad. La Autoridad ofrecía una sustanciosa recompensa a cualquiera que supiera algo, y la gente ya estaba buscándolo con ansias. A Morel no le interesaba mucho el tema, aunque lo fingió ante Ordóñez. Ni le interesa el tema, ni la Autoridad, ni la Ley; él se consideraba un esteta al margen de todas esas cosas.

Otro día, Joanna y él quedaron para comer en Lhardy con el Alquimista, invitados por éste. En los últimos meses se habían hecho muy amigos, y quedaban con cierta frecuencia; por lo general fuera, para comer o cenar, quizá tomar el café o el aperitivo, en buenos sitos de la ciudad. A “don Rodrigo” lo conocían en todas partes y nunca tenía problema para conseguir mesa. La pareja y el enigmático anciano tenían ahora mucha confianza; el primero estimaba mucho a Morel, aunque éste no entendía qué podía interesarle de él, dado que no estaba a la altura de sus conocimientos y experiencias. Pero el viejo ángel caído siempre le decía que sus puntos de vista eran frescos y novedosos, que su generación traía cosas muy sugerentes a la sangre vieja de la aristocracia local. Y ciertamente, le hacía hablar mucho y lo escuchaba atentamente. En alguna ocasión incluso le dijo que, mientras hablaba, su aura cobraba “tonalidades exquisitas”, cosa que él nunca entendió muy bien. Recíprocamente, pero de forma más justificada, el Alquimista le resultaba fascinante a Morel; era el mejor conversador que hubiera conocido. Siempre tenía algo pertinente que contar: una anécdota graciosa que implicaba a grandes nombres del pasado, una reflexión basada en sus profundos conocimientos humanísticos y artísticos, una visión que parecía profética acerca del destino de Europa tras la guerra y del nuevo mundo que se estaba configurando... 




A Joanna también le parecía un hombre encantador, y de muy buen grado compartía aquellas largas sobremesas de copa y ‒en el caso del Alquimista‒ puro, las interminables tardes y noches en salones y terrazas del Centro, Retiro, Salamanca, Chamberí… Conversaciones relajadas y placenteras en las que el tiempo parecía detenerse; hasta el punto, lo habían constatado los dos, de producir una agradable somnolencia, una sensación de embriaguez extraña en los caídos, cuyo metabolismo les permite resistir altas cantidades de alcohol y drogas para llegar a experimentar esos efectos balsámicos. Era una curiosa sensación de bienestar. A Morel, a veces algo dubitativo, le parecía que los intereses del viejo se iban más bien detrás de Joanna que de él; que ése y no otro era el motivo de sus invitaciones y de aquel sempiterno buen talante. Pero lo cierto es que a menudo, la mitad de las veces quizá, estaban solos ellos dos, pues Joanna tenía que atender sus obligaciones hacia la familia, y pese a ello el Alquimista era igual de agradable, interesante y gracioso; pero bueno, se decía Morel, pudiera estar manteniendo la excusa para ver en otras ocasiones a la hermosa joven. Aun así, no era celoso, y no pensaba ni por un momento que Rodrigo ‒ya lo llamaba así, incluso para sus adentros‒ fuera a intentar nada: simplemente era un hombre de muchos, muchos años y le gustaban la belleza y la lozanía. Un ligerísimo flirteo nunca hizo daño a nadie que no fuera de una inseguridad enfermiza, y Morel no era así. Sentía otras incertidumbres, pero no ésa.

Cuando el camarero les trajo el segundo plato ‒entrecot a la pimienta para Morel, perdiz escabechada para Joanna, ternera Strogonoff para el Alquimista‒ estaban hablando, cómo no, sobre el tema entre la comunidad de los caídos de Madrid: los siervos mortales a los que alguien había sacado información delicada. Al Alquimista le hacía gracia:
‒Y ahora dirán que van a averiguar rápidamente quién ha sido y que impedirán que la información se difunda. Esa información la tendrán ya en Pekín, a estas horas. Esos inútiles burócratas de la Autoridad y su forma de hacer las cosas, de confiar asuntos a esos mortales…
‒Pero tienen medios para atraparlos, ¿no crees? ‒dijo Joanna‒. Ahora mismo estarán moviendo cielo y tierra. Nosotros nunca hemos sido muy afines a la Autoridad, pero no me pondría en el pellejo de quien quiera que haya sido.
‒¡Bah! ‒exclamó el Alquimista, pinchando un trozo de ternera con setas y llevándoselo a la boca con deleite‒. No podrían atrapar ni una tórtola aunque estuviera haciendo un nido sobre sus cabezas.
Joanna se rio.
‒De todas formas, ese riesgo siempre habrá existido, ¿no? En todas las épocas se habrá tenido que confiar en los mortales ciertos aspectos de la gestión ‒intervino Morel.
‒Oh, sí, eso siempre ha sido así. Pero en otras épocas se era más… ‒escogió bien la palabra‒ firme con ellos. Se les lavaba el cerebro sin más, o se les metía el miedo en el cuerpo con el infierno o cualquiera de esas tonterías sobre las que no tenemos potestad alguna. Demostraciones de poder, trucos de manos, ya sabéis. No como ahora, que sólo se les ofrece una recompensa por su fidelidad. Se lleva todo como una empresa. Has escogido bien la palabra, porque de eso va todo: gestión. Pero el poder tiene que ser más que gestión. Ha de ejercerse por el miedo al castigo, no por la esperanza de la recompensa. Así, al final, o te traicionan o un tercero moja pan en tu plato. Como ha pasado ahora.
‒De todas formas, las disputas internas dentro de la Autoridad, entre los Marqueses y los Antorchas, le impiden controlar bien a sus lacayos. En realidad, no hay nadie al timón, sólo intereses coyunturales ‒añadió Joanna.
‒Totalmente de acuerdo. Por mí, mejor así; no es que me interese que haya un poder sólido. Siempre he sido un tanto anarquista. No como esos de ahora, claro, los de las bombas y las comunas. No, más bien un individualista estético, a lo Montaigne.
‒Pero eso… ‒iba a contestar Morel.
‒Naturalmente, querido amigo: es que el derecho a ser un individuo hay que ganárselo. Es una cuestión de poder, por supuesto. Hay quien merece los placeres selectos y quien tiene que trabajar para proporcionárselos a otros. Nosotros estamos entre los primeros; los mortales entre los segundos. Y es justo que así sea. ¿Qué tal vuestros platos, por cierto? ¿Son de vuestro agrado?
‒El mío está delicioso ‒contestó Joanna.
‒Muy bueno ‒dijo Morel.
‒El mío es una maravilla. Este sitio nunca decepciona. Por eso estoy abonado, como a los toros ‒dijo, riéndose‒. La comida es algo extraordinario, mucho más que una mera necesidad o un placer… La única comunión verdadera la da el comer juntos, eso el cristianismo supo verlo bien y lo codificó como sacramento. Comer el cuerpo y beber la sangre de Cristo. Comer juntos para ser uno, para formar una comunidad. Una real.

Con un gesto llamó al camarero y le pidió una botella de un excelente Rioja de quince años. Les sirvió y bebieron. Como siempre con ese hombre, la conversación fluía relajada y dulce, como aquel vino.
Morel lo escuchaba embriagado, a lo que estaba ya acostumbrado, cuando reparó una vez más en esa curiosa ampolla que colgaba de su cuello.
‒¿Puedo preguntarte por ese colgante? ¿Es un talismán, quizá, o…?
‒¿Esto? Es sólo un viejo recuerdo, con más valor sentimental que material. Me gusta llevarlo; quizá me lo hayas visto en otras ocasiones, y por eso preguntas, ¿verdad? Me lo regaló una persona muy amada hace mucho tiempo... Mucho antes de que vosotros hubierais nacido… y vuestros padres.
Por algún motivo que no era capaz de comprender, esa ampolla llamaba poderosamente la atención de Morel, que la veía como algo más que un recuerdo sentimental. Algo emanaba de ella, por así decirlo, aunque tenía sensaciones confusas al respecto. Era como si emitiera algún tipo de “ruido” espiritual, algo que no era capaz de enfocar. Ya se lo había comentado a Joanna en alguna otra ocasión, pero ella ‒que, efectivamente, se había fijado en el colgante‒ decía que no notaba nada fuera de lo normal. Sin embargo, y esto era lo más importante, Morel notó algo no de todo sincero cuando el Alquimista le contestó eso, quitándole importancia; igual que cuando hizo burlas sobre la Autoridad, le pareció que había algo más detrás de sus comentarios. Callaba más de lo que decía, o mejor dicho, decía para callar. Y de nuevo, además, esa forma de anticiparse a sus palabras, de saber lo que iba a preguntar, lo cual, en teoría, no es posible entre caídos. Aunque él era mayor y poderoso, claro. Muchísimo más que él. Pero había algo de lo que Morel, en su fuero interno, y hasta en contra de sus propios sentimientos, empezaba a recelar. Él siempre sabía cuándo alguien le decía la verdad, era uno de sus poderes sobrenaturales. Distinguía las mentiras, incluso las evasivas, como quien distingue los colores en pleno día. Esa habilidad, con los caídos, le costaba más ejercerla, y no digamos con uno de “cuna vieja”; pero algo intuía que no era transparente con el Alquimista.

Sin embargo, la conversación lo distrajo de estos pensamientos, que empezaron a írsele de la cabeza como oscuras nubecillas pasajeras, entretenido de nuevo por la palabra ágil y amena de Rodrigo, que siguió hablando largo y tendido de la relación entre la gastronomía y la teología. Los transportaba, con sus anécdotas, de una época a otra, pintadas con toda luz y detalle, y siempre con algún chascarrillo jugoso y con un punto de vista sobre la vida y las personas que era único e instructivo. Un pozo de sabiduría y ocurrencias. Y así transcurrió la sobremesa sosegadamente, unas horas que se les pasaron volando hasta que, al fin, el Alquimista dijo que tenía otro compromiso que atender, pagó la cuenta, y se despidieron efusivamente con la promesa de volver a verse pronto.
De camino a casa, paseando, Morel con el brazo sobre el hombro de Joanna, le preguntó:
‒¿Y qué? ¿Sigues creyendo que no le gustas?
Ella lo miró condescendiente.
‒Mi amor, pero qué ingenuo eres. El que le gusta eres tú.
No supo qué contestar a eso. Hubo un largo silencio.
‒¿Sabes? Estoy cansadísima ‒dijo Joanna al fin.
‒Sí, yo también. Creo que me echaré un rato.
‒Es curioso. No hemos hecho nada, salvo comer y charlar. Pero la conversación de este hombre es tan intensa que me deja exhausta ‒dijo, bromeando.
‒Sí, es verdad… ‒contestó Morel, pensativo.

Cuando llegaron al apartamento, encontraron un sobre lacrado bajo la puerta. Llevaba el sello de la Autoridad, una espada bajo un cielo de siete estrellas, y el conjunto rodeado por una corona de laurel. Joanna lo abrió, con evidente sorpresa. Esas comunicaciones de carácter oficial eran rarísimas. Leyó la carta en voz alta. Decía que un agente de la Autoridad, que se encontraba investigando un importante suceso reciente, de sobra conocido ya por todos los miembros de la comunidad, había aparecido muerto. En consecuencia, se abría una investigación que tendría prioridad absoluta, por parte de los Jueces de la ciudad. La Autoridad les confería a éstos plenos poderes para actuar mientras no se esclarecieran los hechos, pudiendo suspender los derechos y libertades que consideraran necesarios a tal efecto, hasta no haber dado con el asesino. Entretanto, no se permitía que nadie abandonara Madrid. Morel y Joanna se quedaron mirándose, estupefactos.






Comparte esta entrada
https://www.facebook.com/Baladadeloscaidos/posts/1377601839048215?__xts__[0]=68.ARBIZD4lI65njIrHsx3Z6mTtCQzMf7eAq2Ff3UUP1CTa8jNxiBrmztlcw1H5n-55GC-bkkIIceRUd7m5JxK7HIn6fOl5UkM2niDOlDhczrt1DPGiFs1pxlGzzfZ10-cXDW3g72oU1ewBpPckiWPU4SEf0v5Ly5yOtA26Ler1z7y9EIS7fjDc5H9aMuYX-NG8qKLu8eTX-5e0t9HvuFM9FwqOqAbw9_pnY9RpVvVLAkLjuemyhto8Ucew4O29onh05PutbwsssofrSVnYJUbJdnFsHZ1jeQfCcJ9o1b9Jkhd6kF0FF_mk01ik9XPetXfoZAn4WT28RgsjyaswQpegm_iyhg&__tn__=-Rhttps://twitter.com/HellstownPost/status/1112091903347040256https://www.instagram.com/p/BvpX1F9AeDS/



      CONTENIDO RELACIONADO     

https://www.baladadeloscaidos.com/2019/11/el-castigo-de-los-demonios.html
¿Se hacen los demonios preguntas acerca de su propia existencia? ¿Les preocupa saber quiénes son, qué son? ¿Están obsesionados por su destino? Cómo no... Y sus textos, o los de aquellos mortales que los han conocido, lo reflejan muy bien.

En los tiempos en que la historia se confunde con las leyendas, los ángeles caídos fueron adorados como dioses y héroes, y a menudo fueron poderosos reyes, grandes sabios o temidos hechiceros. En algunos lugares [...].