LA MANSIÓN EN LA COLINA (II)













Christopher Blake. Los años del destierro
LA MANSIÓN EN LA COLINA (II)
Esta historia transcurre dieciocho años antes de los acontecimientos de Balada de los caídos






















Balada de los caídos y La ley de los caídos (D. D. Puche Díaz) son novelas de fantasía oscura que nos introducen en un mundo de ángeles caídos desterrados entre los mortales por su rebeldía ancestral. Una combinación de misterio y terror para jóvenes y adultos. Publicadas por Grimald Libros.
 

II
 
[Lee el capítulo I] Llovía bastante fuerte para cuando Blake dejó atrás la periferia de la ciudad. Los edificios, de un monótono ladrillo rojo ennegrecido por el paso del tiempo y la ausencia de cuidados, empezaron a tener tres o cuatro alturas, y en sus bajos los comercios se multiplicaron y hubo algo más de vida. Entonces se salió de Main Street y buscó en una de sus calles perpendiculares algún sitio donde resguardarse de la lluvia y tomar un trago, mientras pensaba lo que haría a continuación.
Decir que había más vida ya sería mucho decir, en realidad; es cierto que caía un aguacero y no era como para estar en la calle, pero aun así el ambiente tenía ese nosequé que le había llamado tanto la atención a Blake desde que llegara a Embersville: gente taciturna que iba de un lado para otro como movida por resortes, de modo mecánico y envuelta en una atmósfera de apatía que casi podía cogerse con las manos. Villatriste envolvía algo misterioso que empezaba a intrigar hondamente a Blake, y como él mismo ya sólo era la triste sombra de lo que había sido, cualquier cosa capaz de sacarlo de su asco hacia el mundo llegaba a convertirse en algo obsesivo para él. Y, al margen del misterio que hubiera en aquel sitio, estaban los agentes Bob y Joe, que habían infringido las más elementales y sagradas normas de la hospitalidad; y por muy pisoteado que estuviera el orgullo de Blake, había cosas que no debían permitirse.
Encontró un barucho de mala muerte y entró. No tenía nada contra los tugurios cutres y tranquilos y había estado en incontables sitios que realmente se esforzaban en serlo, pero aquél podría haber sido perfectamente el pabellón de depresivos de una clínica psiquiátrica. Cuatro tipos estaban sentados en la barra en forma de ele, frente a cervezas o copas que parecían sus últimos asideros a la vida; tras el ángulo que formaba la barra, el camarero, un cincuentón de cara gris e inexpresiva, miraba un pequeño televisor en la pared, que en ese momento retransmitía un partido de baloncesto que a nadie daba la impresión de interesarle lo más mínimo. Por lo demás, lo de siempre: anuncios de marcas de cerveza en las paredes y una diana con tres dardos clavados. Blake se fijó en que empezaban a crecer finos hilos de telaraña entre ellos; le sorprendió más todavía que no crecieran entre los clientes, que podrían haber sido maniquíes abandonados allí mucho tiempo atrás.
Una cerveza y un chupito de whisky, por favor dijo, dejando el pesado macuto en el suelo.
El camarero se los puso sin mirarle a la cara, e inmediatamente se volvió hacia el televisor, que tenía el volumen muy bajo. Los locutores comentaban una canasta muy espectacular. Blake tuvo la extraña sensación de que ese partido era viejo, probablemente grabado; se notaba en la imagen y en la locución. Miró a su alrededor y sólo vio apatía e indiferencia: nadie más mirada el partido ni decía nada. Se limitaban a contemplar sus copas como si les pagaran por vigilar para que no se escaparan. «¿Pero qué demonios ocurre aquí?», se preguntó Blake, a cada momento más extrañado por la actitud de los lugareños.
Eh, ¿qué tal juega el equipo la ciudad? Tendrá uno, ¿no? preguntó al camarero.
Éste lo miró por primera vez, como irritado porque acabaran de despertarlo bruscamente, y tras unos segundos se limitó a encogerse de hombros y respondió lacónicamente:
No, que yo sepa.
Blake decidió que prefería abandonar aquel ambiente exultante, comparado con el cual él mismo podría haber pasado por humorista; así que pidió la cuenta, se terminó rápidamente la cerveza, se bebió el chupito de un trago, y salió a la calle, donde la lluvia no había amainado. Si hasta ese momento la ciudad no había resultado todo lo acogedora que sería deseable, de repente subió varios puntos en la calificación personal que Blake le daría en la guía turística de los lugares más indeseables del país. Unos tipos malencarados estaban afuera, obviamente esperándolo. Eran cinco, hombres de aspecto corriente, con pinta de trabajadores de la industria, tal vez mineros; fuertes, curtidos, rústicos, todos con camisas de leñador o chaquetas vaqueras, tejanos y botas de piel, sin ningún otro distintivo. Era sumamente curioso que estuvieran allí, aguardando a que saliera. ¿Cómo sabían que estaba allí? ¿Y por qué les importaba que estuviera allí? Ignorándolos deliberadamente, aunque sin dejar de sentir sus presencias tras él, echó a andar en dirección opuesta; pero, al ver otro pequeño grupo de hombres que venía hacia él, se metió por una calle perpendicular más estrecha.
Se dio cuenta de la trampa inmediatamente, incluso antes de verlos: unos cuantos miembros más del comité de bienvenida de Embersville estaban al final de la corta calle, apenas una calleja trasera llena de contenedores de basura y cajas de madera de los comercios adyacentes; los tipos entraron en ella para cortarle el paso. Y así, Blake se vio rodeado: seis venían de cara hacia él y, a su espalda, los dos grupos se habían juntado y una decena más de fornidos hombres le cerraban la retirada. La situación iba ya bastante más lejos que la inexplicable acritud de los agentes Joe y Bob, que tan mal recibían a los visitantes de su ciudad. Blake estaba más intrigado a cada momento por aquel enigma de la ciudad gris y depresiva poblada por gente tan antipática y sorprendentemente coordinada para encontrarlo y todo parecía indicarlo para intentar apalearlo. Pero seguía sin notar qué era lo que pasaba allí, qué producía esa extraña influencia ambiental, y eso era lo que más lo ponía en estado de alerta, pues debía de ser un poderoso influjo.
¡Tú! ¡El forastero! ¿No te dijeron que te fueras? gritó uno de los que le venían de cara. Él se detuvo y dejó el petate en el suelo.
¡Tendrías que haber hecho caso! dijo otro a sus espaldas.
Sus auras se volvían encarnadas por segundos; iban a atacarlo, hiciera él lo que hiciera o dijera. Algunos sacaron porras y martillos, otros se pusieron puños americanos. Sin embargo, a Blake le parecían faltos de convicción, como autómatas. Todos sus gestos eran torpes, como reflejos, e incluso estereotipados. No se iba a dejar pegar, claro está, pero decidió que no sería duro con ellos. Era obvio que estaban bajo los efectos de esa influencia que a él se le escapaba.
¿Quién os ha enviado a por mí? preguntó. ¿Qué os han dicho?
No nos envía nadie; no hace ninguna falta. Aquí no queremos gente de fuera, y menos aún como tú.
¿Qué quiere decir eso de como tú?
Te dijeron que te fueras intervino otro. Te llevaron fuera de la ciudad. ¿Por qué has vuelto?
Pero ¿cómo es que todo el mundo parecía conocerlo en aquel sitio de mala muerte?, se preguntaba Blake. ¿Cómo sabían eso, y además tan rápidamente? Definitivamente, algo no era normal en el comportamiento de esta gente; resultaba impersonal, mecánico. Todos parecían leer un guion. No se había encontrado nunca un caso parecido.
En cualquier caso, estaban cada vez más cerca de él, por ambos lados, y lo iban a atacar en cualquier instante.
Creo que deberíais calmaros; sería lo mejor para todos y…
Dio igual. Uno de ellos intentó golpearle con una porra en la cabeza. Blake se echó a un lado y, con un golpecito muy calculado en el antebrazo del tipo, con el canto de su mano, lo desarmó; le hizo daño, pero no le rompió ningún hueso. Y al que, por detrás, intentó darle en los riñones con un puño americano, le paró el golpe con la palma de la mano y, con la otra, lo empujó de espaldas hacia una pared de la calle, contra la que se dio un cabezazo y quedó aturdido; a un tercero lo cogió en brazos y lo lanzó dentro de un contenedor de basura, en el que cayó estruendosamente. Y así, los despachó a todos rápidamente. Ninguno huyó, a pesar de ver que no podían con él ni entre todos; ninguno dijo nada, ni siquiera se quejaron, salvo algún gemido involuntario al recibir un golpe. Alguno llegó a alcanzar a Blake, pero apenas le hizo nada; no eran en absoluto rivales para él. Eso sí, lucharon hasta el último hombre y tras ser derrotados se quedaron allí, tumbados en el suelo o arrastrándose por él, sin expresar miedo ni pedir clemencia.
Era como si estuvieran poseídos, pero Blake no detectaba ninguna presencia espiritual tras aquellos fenómenos y, en todo caso… ¿una ciudad entera? ¿Cuántos habitantes había visto que tenía Embersville en el cartel a la entrada? ¿Ochenta mil? No había visto a todos ellos, pero, hasta donde lo había comprobado, la población entera parecía estar igual de abducida. ¿Cómo podían estar tantas voluntades secuestradas, y además, sin que se advirtiera la causa? No, era imposible… pero, entonces ¿qué provocaba aquello? Resolver el enigma tenía ya para Blake algo de personal. Sobre todo, desde que habían intentado apalearlo.
Exponiéndose absurdamente a riesgos mayores pero en aquellos tiempos Blake no sentía un gran aprecio por la vida, así que no era infrecuente que actuara así, decidió que pernoctaría en Embersville, así que buscó un hotel donde pedir una habitación. No le importó dejar a aquellos hombres magullados en la calleja donde lo habían emboscado: al parecer, en todas partes sabían quién era e iban a por él, así que daba ciertamente igual. No tardó en encontrar un hotelito en una calle tan gris como las demás, llena de tiendas de alimentación y lavanderías regentadas por orientales, no precisamente más animados que el resto de la gente. Su desacertado nombre era Hotel Venecia, como indicaba un viejo letrero de luces de neón, en su mayor parte fundidas. No estaba regentado por miembros de esa misma comunidad y, por lo demás, resultó ser un antro sórdido poblado por las mismas caras abúlicas que en todas partes. Para cuando se dio cuenta de que era un sitio donde se pagaban las habitaciones por horas, ya estaba pidiendo una; en cualquier caso, le dio igual.
Tras un vano intento de conseguir alguna información del indolente hombre que estaba en la recepción, un sesentón calvo de ancha nariz y pequeñas gafitas sobre la punta de la nariz, pagó por una noche entera y subió a la habitación que le asignó. Como esperaba, era deprimente, propia de un lugar consagrado a aquel negocio; ni siquiera olía muy bien lo cual le desagradó, pero, al fin y al cabo, no pensaba dormir en esa cama mugrienta, así que abrió la ventana y asomó la cabeza a la calle. Estaba en el cuarto piso, desde el que podía ver los tejados, más bajos, de varias calles alrededor. Una atmósfera apática lo envolvía todo, incluso el aire, que parecía moverse muy a su pesar en dirección noreste. El brillo que producen todas las cosas vivas, o las que se alimentan de energía vital resplandor que los caídos pueden captar perfectamente, estaba desaturado, por así decirlo; revelaba un tono espiritual bajo, más propio de seres de escasa inteligencia, o inconscientes, que del habitual en seres humanos normales y despiertos. ¿Y toda una pequeña ciudad como ésa desprendía tal halo? Era algo insólito, lo nunca visto; como si aquella gente en realidad no viviera. No tenía sentido.
Intrigado, dejó su petate en la habitación, la cual cerró con un invisible sello arcano imposible de abrir para ningún mortal y que, no obstante, le avisaría si alguien intentaba forzar la puerta, y bajó al bar del hotel. Llamarlo bar tal vez sería una exageración: era más bien un pequeño saloncito al que se podía entrar desde la recepción y también desde la calle; apenas había una barra, dos mesitas pequeñas y, por toda decoración, unas imágenes enmarcadas de la ciudad adriática y unas pocas plantas de interior que supuestamente deberían de “humanizar” el sitio. En una de las dos mesitas, un par de viejos de aspecto decrépito y cansado jugaban a las cartas; o más bien las miraban sin, aparentemente, hacer nada más con ellas. Quizá llevaran días ahí sentados, muriéndose lentamente, quién sabe. En la barra estaban dos tipos, bebiendo solos, con la mirada perdida en el infinito y esperando, tal vez, ver llegar el fin del mundo desde tan elegante lugar.
En el extremo de la barra, también sola, estaba una mujer que llamó la atención de Blake. Era la primera persona que lo hacía, al menos para bien, desde que llegara a Villatriste. Tendría unos cuarenta años. Llevaba un vestido rojo muy corto, que contrastaba con el color apagado de aquella ciudad maldita como el mediodía con la medianoche. Medias de rejilla, tacones de aguja, muchas pulseras y enormes pendientes dorados. Maquillada con discreción, pero sutilmente provocativa; el pelo moreno recogido en un moño alto, con un tirabuzón cayéndole sobre el rostro. No era particularmente atractiva, más bien del montón, pero en aquel escenario marchito refulgía como la única flor en una primavera estéril. Era diferente a los demás; bebía un martini seco con aspecto de aburrimiento, como si no esperara nada o a nadie, pero su aura era perfectamente normal, viva, colorida. Era la única persona normal que Blake había visto hasta el momento en Embersville.
 
 
 
 
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Christopher Blake, un ángel caído, regresa a la ciudad de Hellstown tras veinte años de destierro. Fue expulsado por su clan, los Señores de la Llama Eterna, que se disputan el control de la urbe con el clan rival de los Luna Negra; la tensión entre ambos está a punto de convertirse en una guerra abierta. Para ser readmitido, Blake tendrá que aceptar una peligrosa misión: investigar la desaparición de varios de los suyos en el territorio de sus enemigos. Así conocerá a Rain, una cantante de rock mortal relacionada con éstos, junto a la que se adentrará en un mundo aún más siniestro del que podía imaginar. Mientras tanto, la muerte y la destrucción se desatarán a su alrededor. Balada de los caídos es una novela para jóvenes y adultos que combina el género noir, la fantasía gótica y el terror de forma trepidante. 
 


BALADA DE LOS CAÍDOS
D. D. Puche
Grimald Libros
519 páginas
Tapa blanda / ebook
ISBN (papel): 9788409089604
  ISBN (digital): 9781370866335
 
 
Papel (15,90 €)


Digital (epub) (2,99 €) 
 
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DEL MISMO AUTOR
 
 
 
Balada de los caídos © Daniel y David Puche Díaz
(Entrada publicada en 3/2/2024)

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