EL ALQUIMISTA [III] (Relato)

Salvador Morel, el protagonista, tiene su primer encuentro con el Alquimista en esta tercera entrega. El Alquimista es un relato (empieza a leerlo aquí) que ofrecemos a nuestros nuevos lectores para que se introduzcan en el mundo de los Repudiados.
Balada de los caídos y La ley de los caídos (D. D. Puche) son novelas de fantasía noir ambientadas en un mundo de ángeles caídos que sufren un eterno castigo viviendo ocultos entre los mortales. Una combinación de misterio, terror y melancolía. Publicadas por Grimald Libros.

El Alquimista (3) | Balada de los caídos | Fantasía noir.


EL ALQUIMISTA


Un relato del mundo de los caídos,

ambientado en el Madrid de la posguerra



III

Fierro, Morel y el Alquimista ‒que se presentó como el «Sr. Díaz de Heredia», pero les dijo que podían llamarlo «Rodrigo»‒ charlaron animadamente durante un rato, paladeando aquel excelente café, amargo e intenso, que el Alquimista les dijo que le traían especialmente de Arabia. «No se vende en las tiendas de por aquí», les explicó con una sonrisa de suficiencia. Tras algunas formalidades y cumplidos, y después de haber comentado algunas trivialidades acerca del estado de la política y los negocios, y también sobre lo bonito que era el piso del Sr. Díaz de Heredia, éste le preguntó a Fierro, como autoridad que era en la materia, por sus intereses poéticos en la actualidad.

‒Oh, no leo mucha poesía escrita hoy en día ‒respondió éste‒; lo mío son los clásicos. Realmente no creo que se haya escrito nada muy notable después del siglo XVII. A partir de ahí, todo ha sido simple intelectualización del arte o, por el contrario, sentimiento descontrolado. Una poesía de filósofos o de seductores, pero nunca auténtica poesía. Los poetas grecolatinos, así como los grandes bardos medievales, renacentistas o barrocos, bebían de una fuente espontanea, original, pero después se ha caído en un exceso de consciencia de lo que se hace, en una estetización del arte, si se puede usar este pleonasmo. Los poetas ya no hablan nunca de lo que parecen hablar, ni siquiera cuando la emoción vibra con gran intensidad; en realidad, hablan de sí mismos escribiendo esos versos. Es puro narcisismo. Son técnicos de la palabra. Eso no me seduce. Prefiero leer a un poeta anónimo, que ocultaba su identidad tras sus versos, que a un profesional de la palabra actual, cuya obra es sólo la excusa para hacerse un nombre.
Mientras hablaba, el Alquimista lo escuchaba atentamente, con interés, sonriendo levemente y asintiendo con la cabeza. No lo interrumpió en ningún momento.

A Morel, que bebía con gran placer su café mientras miraba alrededor, captando la extraña energía de aquel lugar, aquello le pareció una inmensa pedantería. No desdeñaba a los clásicos, naturalmente, pero anteponerlos por sistema a los contemporáneos le parecía propio de gente que se ha quedado anclada en las ideas de otros y que se niega a avanzar con los tiempos. Él sí leía a poetas de su época, como Yeats, Valéry o Aleixandre, y nunca despreciaría de aquella forma a los grandes del XVIII o el XIX, para su gusto bastante más interesantes que la mayoría de los poetas barrocos. En cualquier caso… el sabor de aquel café le hacía evocar algo, y no sabía qué era… una suave sensación, algo de otra época, como un recuerdo vaporoso que se esforzara por cobrar forma en su mente pero no llegara a hacerlo. Sin embargo, era agradable. En cuanto a la residencia del Alquimista, había en ella algo también insinuante, aunque tampoco terminaba de escoger la palabra adecuada para describirlo. Allí parecía remansarse una fuerza intensa, pero neutra. Le costaba dar con el matiz. Normalmente el aura de los caídos, así como la de los lugares en que moran y los artefactos que crean y usan, tienen un tono claro, como una intención. Pero aquel sitio era, efectivamente, muy… neutro. Muy tranquilo, como olas suaves llegando tranquilamente a una playa y acariciando la arena. Sentía algo así en la nuca. No le importaba si aquella conversación pedante se alargaba; él estaba a gusto allí, y si le ofrecía otra taza de café, la aceptaría de buen grado.

‒Veo que casi ha terminado su café, Salvador ‒le dijo de repente el Alquimista, interrumpiendo con un cordial gesto a Fierro, que estaba hablando de Béroul, para dirigirse a él‒. ¿Quiere otra taza? ¿Llamo a Rosa?
‒No, no, gracias ‒contestó Morel, sorprendido.
‒¡Rosa! Sirve más café, por favor. Y trae esas pastas, las turcas.
La sirvienta llegó a los treinta segundos con la preciosa tetera de porcelana azul con que había servido los primeros cafés, y llenó sus tazas. En la bandeja traía también un platillo con unas pastas de sugerente aspecto. Morel nunca las había visto así. El olor ya embriagaba.
‒Gracias, Rosa. ¡Sírvanse, por favor! Son deliciosas. Me las traen directamente de Estambul. Baklava, se llaman. Una especie de hojaldre con frutos secos y miel. Una maravilla, pruébenlos. Sólo los saco cuando la conversación se anima, y veo que ésta coge buen ritmo ‒dijo, sonriendo. Se le veía contento, la verdad. Irradiaba una amable energía.

Qué casualidad que su anfitrión le ofreciera el café justo en ese momento; era como si le hubiera leído la mente. Pero los caídos no pueden leerse la mente entre sí, esas habilidades sólo sirven con los mortales. Aun así, había algo en aquel hombre que a Morel le parecía distinto de cualquier otro caído que hubiera conocido. 



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‒¿Qué opina del tema que nos ocupa?
‒Bueno… yo no soy el experto… Pero mis gustos son amplios; leo de todo un poco. Soy omnívoro, en ese sentido. No quiero cerrarme a ninguna época ni estilo. Así se aprende menos de un campo en particular, pero se tiene una visión más amplia, y creo que eso es útil. Aunque, como digo, yo no alcanzo ni remotamente los conocimientos de mi amigo. En el mundo del arte, me temo que soy un mero diletante.
El Alquimista lo miró con aparente aprobación.
‒Ya veo. Me ha hecho gracia lo de omnívoro… Curiosa expresión… ¿Es suya?
‒No sé… Sí, supongo; se me ha ocurrido sobre la marcha. Ni la he pensado, la verdad.
‒Me gusta, me gusta. Un símil interesante para referirse a lo espiritual. ¿Me permitirá que le empleé yo de ahora en adelante?
‒Como quiera, no le doy importancia. Es suya, si le agrada.
‒Muchas gracias. Y ahora, si les parece, podemos ocuparnos de lo que les ha traído aquí.

Se levantó y educadamente los hizo pasar a la habitación contigua, un pequeño despacho con un escritorio cargadísimo de libros y papeles ‒entre ellos, se fijó Morel al pasar, había rollos de pergamino‒, además de estantes repletos de artilugios de todos los lugares y épocas. Una extemporánea colección de piezas entre las que había pequeñas esculturas de bronce que representaban divinidades clásicas, un astrolabio, una pequeña esfera armilar sobre un pedestal, mapas muy viejos colgados en las paredes, copias enmarcadas de grabados de Rembrandt, una pipa de agua exquisitamente decorada, y muchas más cosas que apenas cabían en esa habitación abarrotada.
‒Aquí trabajo; bueno, digamos que tengo diversas aficiones, aparte de aquellas por las que ustedes seguro que han oído hablar de mí… Habladurías casi todo, claro… Sólo soy un hombre con muchas inquietudes intelectuales… Síganme, por favor.
Abrió otra puerta en la pared opuesta, encendió una bombilla tirando de un cordel, descendieron unos cuantos escalones de crujiente madera, los cuales daban paso a una especie de pequeño vestíbulo, extrañamente ubicado allí dentro. El Alquimista abrió otra puerta, y accedieron con asombro a su biblioteca. Hacía honor a su fama de excepcional colección privada. Podía competir, de hecho, con algunas bibliotecas de los mayores clanes de Madrid. Morel pensó que la de los Almas Errantes no era mejor. Más ordenada y pulcra, dispuesta de una forma más armónica, sí. Pero no más completa, por lo que podía apreciar. Allí habría decenas de miles de libros. A Fierro se le saltaban los ojos.  

La atmósfera de aquel lugar era densa; el tiempo parecía fluir más despacio, como melaza, con extraña parsimonia. Era la misma sensación que Morel había percibido fuera, pero intensificada. La biblioteca era enorme, estaba formada por multitud de pasillos entrecruzados, llenos de libros hasta los techos. Uno podía perderse allí dentro. Evidentemente, no cabía en el piso ‒ya de por sí grande‒ de la calle Velázquez. La biblioteca estaba en el Otro Lado, esa realidad-límite entre este mundo y el Abismo a la que sólo los caídos tienen acceso, y que pueden “moldear” con sus antiquísimos conocimientos. Aquel lugar, desde las escaleras que habían descendido, era una arquitectura espaciotemporal; una pequeña burbuja abierta dentro del mundo físico convencional, el único que los mortales pueden percibir. Una burbuja creada por las técnicas arcanas de los Fabricantes, los caídos que producen todos los bienes sobrenaturales ‒herramientas, armas, artefactos con singulares capacidades‒ de los que éstos se sirven; y eso incluye, de hecho, que pueden moldear el mundo físico, tensarlo, por así decirlo, aunque dentro de ciertos límites. «Él es un Fabricante, al fin y al cabo», pensó Morel. «Puede que esto lo haya construido él mismo». 


Los condujo hasta un pasillo, buscó en una estantería que se combaba por el peso de los libros, moviendo el índice a lo largo de los lomos; lo detuvo sobre uno de ellos, y lo extrajo con cuidado. Era un tomo encuadernado en cuero, no muy grueso. Le sopló el polvo, lo abrió por una página al azar, lo miró con cariño y se lo entregó a Fierro.
‒Naturalmente, está reencuadernado. Las tapas originales hace mucho que se perdieron. El interior también sufrió cierta degradación, fruto de los siglos en que el libro dio tumbos por ahí. Pero fue encontrado a finales del XVIII por un librero parisino que lo mandó encuadernar como puede verlo ahora. A él se lo compró uno de los nuestros, y a partir de ese momento se ha conservado intacto. Más tarde llegó a mis manos… un capricho, aunque me salió caro… Desde entonces ha estado aquí. Como pueden comprobar, en mi casa está a salvo del efecto destructor del tiempo. Pero deben cuidarlo mucho; en cuanto salgan de aquí empezará a degradarse rápidamente. Deben ponerlo a salvo lo antes posible.
‒No se preocupe por eso, vengo preparado ‒le respondió Fierro, que parecía extasiado con el libro; su cara adquirió un brillo que Morel no le había visto antes‒. Y ahora, necesitaría echarle un vistazo tranquilamente, usted seguro que me entenderá.
‒Oh, por supuesto. Al final del pasillo encontrará una silla y una pequeña mesita. Haga lo que tenga que hacer. Lo esperaremos aquí. No se dé prisa.

Fierro se apartó y Morel y el Alquimista se quedaron de pie, charlando mientras aquél peritaba la originalidad del texto. El Alquimista estaba perfectamente tranquilo y afable. Morel también se sentía muy relajado. Aquel hombre inspiraba confianza.
‒Me da pena deshacerme de él, y desde luego no es por cuestión de espacio ‒dijo, sonriendo‒. Tampoco de dinero, si me permite la pequeña presunción. En realidad, la cantidad por la que se lo vendo a ustedes me parece módica… discreta… Pero pensé que era mejor que lo tuviera alguien que pudiera apreciarlo, y la verdad es que yo no lo había abierto desde hace cosa de un siglo. ¿Para qué tenerlo aquí cogiendo polvo?
‒Lo entiendo, y en nombre de mi gente, se lo agradezco.
Se hizo un breve silencio que el Alquimista finalmente interrumpió.
‒¿Sabe? A propósito de nuestra charla literaria de antes… Creo que ambos tienen algo de razón, en realidad. Los libros de hoy en día, la forma en que se viene escribiendo desde el Siglo de las Luces… no es lo de antes. Es algo cualitativamente distinto, no sé si me entiende; no hablo de estilos, ni siquiera de temáticas o de los géneros en boga en cada momento… Es algo más profundo… La función de las palabras, de la escritura, ya no es la misma que en el mundo premoderno. Por excelsa que sea una obra de esta época, tanto en la forma como en el contenido, hay un Arte, y lo digo con mayúsculas, que ya no encuentro ahí. Ahora es más bien una técnica, es algo diferente. Destinado a gente diferente, con un propósito diferente. Básicamente para entretener ‒dijo esta palabra despacio, silabeándola, y Morel advirtió cierto desprecio en ella‒. No, hoy ya no se escribe ‒y de nuevo, su entonación fue distinta, aunque esta vez enfática. ¿Cómo que no?, preguntará usted, ¡pero si hay muchos libros! Muchísimos, sí… demasiados… pero no es lo mismo. El Arte se ha perdido. Sólo se lo encuentra ya en los clásicos, en los premodernos. Escribir… como la Escritura, me entiende, ¿verdad? Escribir no para imaginar o crear, no… sino para encontrar, para desvelar algo que ya estaba ahí… Experimentar con el valor químico de las palabras... ‒pareció extraviarse en su discurso, que a Morel le costaba seguir, pero de repente volvió en sí, de nuevo afable y sonriente, hablando con placidez‒. ¡Pero usted tampoco andaba desencaminado antes! Las palabras no sólo se escriben, claro; hay más, mucho más… Hay una palabra viva que ninguna tinta puede retener… Esa palabra… atesorarla sin que perdiera su vida, su intensidad, sería un inmenso logro. Una gran obra. 


https://drive.google.com/file/d/13cFXUOlkzBnRXK0oFEhqo6jc4oJsYvuD/view
 
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Morel se había perdido, aunque no se aburría: la conversación del Alquimista le parecía fascinante, por su forma de sentir lo que decía, por su voz cálida, por sus expresivos gestos de manos. Toda persona que cree en lo que dice, tiene algo que decir. Y ésa era la impresión que transmitía aquel pequeño gran hombre. Le llamó la atención esa expresión que había empleado, eso del «valor químico de las palabras». Era hermosa y elocuente.

En ese momento llegó Fierro por el pasillo. Confirmó la antigüedad y validez de la obra, con la voz casi temblándole de entusiasmo. Procedieron a efectuar la compra, Morel sacó la carterita de piel y se la entregó al Alquimista, y Fierro guardó el libro en el maletín que traía; un maletín especial que protegería el libro hasta ser depositado en la cámara en la que reposaría quién sabe si otro siglo, o más. Tras una cortés despedida, cuando ya se iban, el Alquimista les entregó su tarjeta y les propuso volver a verse pronto, allí mismo o donde fuera. Al abrirse el chaleco, que llevaba abotonado, para sacar la tarjetera, Morel se fijó en la curiosa ampolla de vidrio que llevaba colgada del cuello, de una cadenilla de plata, y se preguntó qué sería aquel objeto ‒aunque poco después se olvidó de ello‒. Se apretaron las manos una vez más y salieron de la residencia, de vuelta a la sede de los Sibaritas. En aquel primer encuentro, Morel se llevó una muy buena impresión de ese hombre que desempeñaría un singular y contradictorio papel en su vida.






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