Dentro de poco verá la luz nuestra próxima novela, La ley de los caídos. Se trata de una historia ambientada en el universo de Balada de los caídos,
protagonizada esta vez por Salvador Morel, un Juez de los caídos de Madrid que se ve envuelto en
una oscura conspiración. Para salir con vida de ella tendrá que recorrer
los lugares más peligrosos del mundo underground de los ángeles caídos de la ciudad, mientras es perseguido por todos.
Como muestra os traemos el octavo capítulo, para que vayáis saboreándola (puedes leer aquí el primer capítulo), además de la maqueta de la portada. ¡Esperamos que os guste, y si no, vuestros comentarios!
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Sin embargo, en cuanto estuvo en el coche cambió de idea; no tenía mucho sentido posponer lo que tenía que hacer con aquella llave y arriesgarse a que los otros se le anticiparan. Así pues, en vez de coger la salida que lo conducía de vuelta al hotel, siguió en dirección al centro y se encaminó al parking de Santo Domingo donde ya estuvo con Moznik. Confiaba en que allí estuviera el coche que abrían esas llaves, porque si no, jamás lo encontraría. Pero no era un simple tiro a ciegas, dado que ese aparcamiento era el más próximo a la Cueva, y Morel no se imaginaba al desafortunado Moznik gastando la suela de sus caros mocasines en algo tan prosaico como andar… ni mucho menos cogiendo el metro.
Una vez allí, se bajó de su coche de alquiler y empezó a recorrer
la superficie pulsando el botón de las luces de las llaves del Audi. No tuvo
suerte en la primera planta, y tuvo que bajar una más. Pero allí, enseguida,
bingo, se encendieron las luces de un A6 negro. Había tenido suerte encontrando
el coche, pero ahora tenía que tener un golpe de suerte adicional, pues de nada
habría servido la visita al crematorio y estar ahora allí si el GPS no
almacenaba la información que necesitaba. Se metió en el coche, no sin antes
mirar alrededor y pararse un momento a ver si percibía el rastro de algún
caído. No parecía haber nadie allí, salvo un par de mortales entrando y
saliendo, a lo suyo. Bien. Cerró la puerta, encendió el cuadro eléctrico y
esperó a que cargara el GPS. Entonces buscó en éste rutas recientes. No sabía
qué buscaba, exactamente; se centró en los destinos programados a los que el
coche se hubiera dirigido repetidas veces, o que de algún modo le llamaran la
atención. Podía ser cualquier cosa, en realidad: Morel no sabía qué era esa
mercancía tan valiosa como para poner en marcha toda aquella operación, ni mucho
menos cuánto ocupaba o pesaba. Podía estar en una nave industrial o en un piso;
quizá era algo tan pequeño que se pudiera llevar encima o guardar en la
consigna de un banco o estación. Ni puta idea.
Pero lo encontró rápidamente. «Joder, es mi día de suerte.
Ya era hora, después de los dos días de mierda que he pasado», pensó. Había una
dirección guardada, un guardamuebles cerca del aeropuerto de Barajas. Tenía
toda la pinta: aquella llave abriría una de las naves de ese guardamuebles. Morel
la sacó del bolsillo y la miró, y recordó cuando registró a Moznik y se la
confiscó. En ese momento cayó en la cuenta de que el asalto se había producido,
probablemente, para recuperar esa llave; quizá ni siquiera era tan importante
liquidar al propio Moznik, ni mucho menos atentar contra un Juez. Pero la llave
no debía llegar a la sede de la Autoridad. Eso justificaba la emboscada. Tenía
que ser algo importantísimo, desde luego. Algo con más valor que el meramente
económico.
Le
había venido muy bien que el guardaespaldas, como el
propio Moznik, viniera de fuera y no conociera bien la ciudad. De lo
contrario,
con toda probabilidad jamás le habría dejado una pista como aquélla.
Memorizó
cuidadosamente la dirección y la salida que debía tomar, y borró la
memoria del
GPS, por si otros daban con aquel coche. Seguramente daba igual, porque
los dos Súcubos que iban con Moznik quizá conocieran el lugar y, de ser así, habrían cantado; pero por si acaso. A continuación, limpió con un
pañuelo todo lo que había tocado –la manija de la puerta, por dentro y por
fuera, el botón de encendido, los mandos del GPS– y volvió a su coche. Ya era
hora de regresar con Blix, que estaría preocupada. Le daría una buena noticia,
para variar.
Pero cuando llegó al hotel en Chamartín, dejó el coche en su
estacionamiento –aún no lo devolvió porque iba a seguir necesitándolo– y subió
por el ascensor a la segunda planta, donde estaba la habitación, sintió
enseguida una presencia familiar. En cuanto pisó el pasillo de la planta percibió
al tipo. Uno de los mercenarios que les tendieron la emboscada y se cargaron a
Moznik. Esos que se paseaban por Madrid con Kalashnikovs y rifles de caza. Y su
rastro venía de la habitación, al fondo del pasillo. Estaba con Blix. La
tendría presa, aunque ella aún vivía, pudo captarlo. Sacó la pistola y la cargó
despacio y silenciosamente mientras caminaba hacia la puerta, sin detenerse en
ningún momento. Concentró sus sentidos, y entonces captó a los otros dos, más
lejos, pero en la zona; dos inconfundibles auras de caídos, aunque fuera del
edificio. Estaban rodeando el hotel, uno por la entrada principal y el otro por
la de servicio. Había caído en una trampa. No sabía cómo podía no haberse dado
cuenta. Pero los tipos eran, sin duda, muy buenos. Habían sabido ocultar su
presencia lo suficiente, y ya era muy tarde para él.
Mientras caminaba por el suelo enmoquetado, los pocos
segundos que le llevó recorrer el pasillo, pensó que seguramente no saldría
vivo de allí. La escapada había llegado a su fin. En cualquier caso, lo
llevarían ante sus jefes, que después de sacarle la información que tuviera, lo
matarían igualmente. Entrar en esa habitación era un suicidio. Quizá podría
salvarse si en ese mismo instante se daba la vuelta e intentaba escapar a la
desesperada, abandonando a Blix. Pero no; ya se sentí suficientemente mal por
haberla metido con engaños en aquella situación. Ahora ella iba a morir, y ni
siquiera sabía el porqué. Lo único que podía hacer Morel era entrar allí y
morir con Blix. Cuando no tienes nada que perder, sólo queda tener un final
decente. No acabar como un mierda.
Metió la tarjeta en la cerradura electrónica y ésta se puso
en verde. Giró el tirador lentamente con la izquierda y empujó la puerta con suavidad.
Ésta se abrió y él avanzó dos pasos, la pistola cogida con ambas manos,
apuntando al frente. Lo captaba, allí, frente a él, a menos de tres metros. Y
ahí estaba. La tenía cogida por detrás, inmovilizándole un brazo, para que no
pudiera forcejear, y se cubría con ella. Su otra mano sostenía la automática
que tenía puesta contra la sien de Blix. Ésta estaba aterrada; lágrimas silenciosas
caían por su rostro y le habían corrido el maquillaje de los ojos, que se
desdibujaba en manchas negras y azuladas. Tenía la boca contraída en una mueca
de miedo y su pecho se movía muy deprisa, como si no pudiera respirar. Morel
podía oír sus latidos, con el pulso disparado y la adrenalina desbocada. Las
rodillas apenas podían sostenerla, como si estuviera a punto de perder el
sentido. Su aura era como un torbellino alrededor de ella, como olas del mar en
mitad de una tempestad, pero sin regularidad, caóticas. Una explosión de
colores.
El mercenario, en cambio, estaba tranquilo, tenso pero
tranquilo, controlando la situación, sabiéndose en ventaja. Llevaba chaleco
antibalas bajo una chaqueta de sport,
así como varias armas más encima, aunque había dejado la artillería pesada,
seguramente para entrar en el hotel sin levantar sospechas. Aparentaba tener
unos cincuenta, delgado y huesudo, de cara larga y estrecha, con una cicatriz a
lo largo del lado derecho de la frente, que debía de ser de antes de su
Despertar –pues después toda herida habría cerrado hasta desaparecer–. Su aura
era serena, estable como el agua de un estanque que nada perturba. Roja y
violácea, carente de empatía o compasión. La de alguien que ha matado mucho y
ni siquiera reflexiona ya sobre ello. Morel a veces temía terminar algún día
así, y por eso se obligaba a pensar en la gente a la que había tenido que
cargarse haciendo su trabajo, aunque siempre intentaba evitarlo. El mercenario,
algo encorvado, se cubría con Blix de modo que sólo se le veía la mano con que
sujetaba su brazo izquierdo; Morel no tenía otro blanco claro, aparte de unos
centímetros de cuerpo aquí y allá, difícilmente alcanzables. Disparar a esa
mano no era buena idea: no era un disparo que fuera a incapacitarlo, y entonces
nada le impediría volarle la cabeza a él y luego a Blix.
–No pensarías que te ibas a escapar, Juez –dijo el
mercenario, con fuerte acento francés; a Morel le empezó a resultar sorprendente
lo internacional que era todo aquel asunto. Estaba muy concentrado en ese tío,
pero aun así percibió vagamente a los otros dos cerca, a menos de una veintena
de metros, aunque no en esa planta.
Blix lloraba sin atinar a decir nada claro. Balbuceaba algo
ininteligible, como si estuviera rezando. Temblaba de arriba abajo como un
flan. Morel creyó distinguir algo así como un «por favor, ven ya, ven ya», pero
ni estaba seguro ni podía estar muy pendiente de eso.
–Supongo que ya estaríamos muertos –dijo– si quisierais, así
que, ¿qué es lo que buscáis?
El tipo era inexpresivo como la corteza de un árbol.
–¿Qué sabes del croata? ¿Qué te contó?
Bien. Querían enterarse de lo que Moznik le había contado,
porque daban por hecho que había rajado, y hacían bien, porque el pobre no paró
de irse de la lengua desde que fue detenido. Debía de ser una variable que
quienes habían ordenado cargárselo habrían tenido en cuenta. Y por eso, desde
el principio, el plan había incluido eliminarlo junto al Juez que lo detuviera.
Pero, pasados dos días, no sabían cuánta información se habría difundido.
Estaban haciendo limpieza y control de daños. Ahora mismo ser sincero no serviría
más que para que los ejecutaran allí a los dos, porque muertos ellos se
cortaban todos los cabos sueltos. Estaba Acosta, pero de él no sabrían nada, y
desde luego Morel no lo iba a mencionar. Podría intentar mentir al mercenario,
pero parecía el típico hijoputa que había hecho interrogatorios; también podría
no contestarle, pero eso sólo supondría cambiar una muerte rápida por torturas.
Morel necesitaba ganar algunos segundos para pensar.
–Oye, suéltala. Podéis dejar que se vaya. Ni fue testigo de
lo que pasó ni sabe nada. Yo no se lo he contado, la estoy utilizando…
–Cállate y no me hagas perder el tiempo con esa mierda. Sabes
que no va a servir de nada –más sollozos de Blix, que seguía con esa especie de
cantinela que recitaba, cada vez más desesperada–. El croata llevaba una llave,
pero no estaba en su cadáver. La tienes que tener tú. Dámela y todo será más
rápido.
La llave de los cojones. Sabían que la tenía, claro. Que la necesitaran
ya era un dato a tener en cuenta, pero tampoco le sería de mucha utilidad,
porque el plan era que no salieran de esa habitación con vida. Se la diera o
no, estaban muertos. No hacía calor dentro del hotel, pero a Morel le cayó una
gota de sudor por la frente. El corazón le latía en el pecho como martillazos.
El mercenario no dejaba de oscilar levemente de un lado a otro, sin ofrecerle
un blanco limpio. Su cabeza asomaba mínimamente por un lado y otro de la de Blix.
Una técnica para no dejarse apuntar por un tirador de primera, como ya sabían a
esas alturas que era él.
–Si no me la das ahora mismo le vuelo la cabeza –contestó el
mercenario, y amartilló su pistola.
–No, espera…
Bum.
En lo que le quedó de vida, Blix nunca olvidó, y con cierto
resentimiento, el día en que Morel le arrancó una oreja de un balazo, aunque
fuera por el bien mayor de saltarle los sesos al mercenario francés que estaba
a punto de liquidarla. Son cosas que están por encima de toda racionalización,
por mucho que uno intente convencerse. Es una imagen que se queda grabada en
una parte muy profunda de la mente y resulta imposible de borrar. Además, Blix
ya odiaba a Morel, lo que contribuía a esa asimilación de los hechos. Fuera
como fuera, ella cayó hacia atrás, con la férrea mano de aquel cabrón aún sujetando
su brazo, cuando éste se desplomó en silencio sobre la cama que había a sus
espaldas. Blix cayó de culo y quedó sentada en el suelo, con la espalda contra la
cama, aterrorizada, en los dos segundos que siguieron al disparo. Es el tiempo
que tardó en entender que seguía viva y cuál era la pistola que había disparado
primero, pese a lo difícil que era pensar debido al dolor insoportable de su
oreja derecha. O mejor dicho, de donde ésta había estado.
Los sesos del mercenario estaban desperdigados sobre la cama
y la cortina de detrás; un hilo de sangre caía por la cara de Blix, que se
llevó la mano adonde había estado su oreja y de donde ahora sólo colgaba un
pingajo cartilaginoso. De repente, como si comprendiera lo sucedido, empezó a
gritar, un grito terrible, mezcla de dolor y miedo. En ese mismo instante, Morel
sintió algo muy extraño en la habitación, como si ésta se deformara; una
impresión muy turbadora del espacio deformándose con todo lo que contenía, él
incluido. No le pareció muy buena idea quedarse en esa habitación ni un segundo
más, así que cogió a Blix de una mano y le dijo: «vámonos echando hostias. Luego
te miraremos esa herida, no te preocupes, te volverá a crecer», y salieron
corriendo de allí.
Pero no iba a ser fácil abandonar el hotel. Todavía quedaban
los dos socios de ese cabrón exangüe de la habitación, que estaban apostados en
el exterior cubriendo las salidas. Uno en la parte delantera del hotel y el
otro detrás. Morel los percibió nítidamente, y ellos los estarían captando a
ellos; también habrían oído el disparo y sabrían que su compañero había
palmado. De hecho, todo el mundo en el hotel lo habría oído. Tenían que salir,
y deprisa, porque llamarían a la policía y entonces sería imposible escapar, así
que habrían de escoger entre una muerte casi segura a manos de los mercenarios
o acabar en una sala de interrogatorios de la pasma, que al fin y al cabo estaba
controlada por la Autoridad, lo cual no parecía mejor opción. Así que tenían
que llegar al coche como fuera, pasando por encima de cualquier obstáculo. Morel
decidió que lo intentarían por detrás. Era el camino más corto al coche, y
minimizaban así la posibilidad de cruzarse con mortales y meterlos en el
probable fuego cruzado.
A punto de alcanzar las escaleras, para no coger el ascensor,
la puerta de una habitación se abrió, justo enfrente, y se asomó una señora,
que parecía alarmada por el ruido. Al ver a Morel y Blix, ella sangrando y él pistola
en mano, la mujer chilló y cerró la puerta. En breve empezaría a llegar gente; debían
darse prisa, pero no podían bajar sin algunas precauciones. Morel abrió cautelosamente
la puerta de la salida de emergencia, que daba al rellano de la escalera, y agudizó
sus sentidos, concentrándose para percibir el aura de los otros.
De repente, el tipo de la parte trasera parecía no estar ahí;
su aura se había esfumado. Podría haberse alejado, pero también podría estar
camuflándose. Los caídos entrenados son capaces de reducir su aura
considerablemente para no ser captados por otros, si bien mientras lo hacen sus
propias capacidades sobrenaturales quedan contenidas. Morel no sabía a qué
atenerse, y las prisas no eran buenas consejeras; pero le pareció que, si había
una posibilidad, debían aprovecharla, porque de cualquier otra forma estaban
allí atrapados, así que cogió a Blix del brazo y empezaron a bajar los dos
pisos que los separaban de la salida posterior. Ella lloraba y maldecía por su
herida y no se quitaba la mano derecha de la cara, desde donde la sangre le
resbalaba por el cuello y el antebrazo, hasta el codo. La verdad es que eran
cualquier cosa menos discretos, pero Morel ni siquiera le dijo que se callara,
porque daba exactamente igual. Ya no era una cuestión de sigilo, sino de rapidez
y suerte.
Último rellano, el de la planta baja. No hay nadie. Sólo les
separa del exterior una salida de emergencia metálica pintada de gris, con el
cartel correspondiente, de esas que se abren empujando una barra horizontal. Morel
no capta nada al otro lado. La empuja, salen al exterior y él apunta a ambos
lados con su Glock, con un movimiento reflejo.
Pero no le sirve de mucho cuando una ráfaga de Kalashnikov
le alcanza las piernas, derribándolo. Porque, efectivamente, era una trampa, y
uno de los mercenarios los esperaba escondido tras un coche, atenuando su aura
para no ser captado hasta el último momento. Morel se da cuenta de su error ya
en el suelo. Intenta apuntar al tipo, pero éste, a cubierto tras el coche, no le
ofrece un blanco. Una nueva ráfaga repiquetea y las balas impactan cerca de su
cabeza y brazos, de modo que se encoge para cubrirse la cabeza y pierde
cualquier posibilidad de devolver el fuego. Blix se ha quedado dentro del
edificio, puede oír sus gritos al otro lado de la puerta, que se está cerrando muy
lentamente. Sabiéndose bien jodido, Morel se concentra al máximo y hace una
serie de disparos justo donde queda la cabeza del mercenario, parapetado tras
el motor de un coche aparcado. Pero falla; para cuando las balas salen de su
cañón, su objetivo ha aparecido, como si se hubiera teleportado, a un lado suyo,
apenas a tres metros, apuntándole con el fusil. Es extremadamente rápido, más
que él. Va a morir, lo sabe con total certeza. Sólo le da tiempo de mirar a la
cara al tipo un último instante, antes de que apriete el gatillo.
Y entonces, de manera simultánea, una detonación muy fuerte,
de un arma de gran calibre, resuena a lo lejos, a más de doscientos metros, y
la cabeza del mercenario estalla. Su cráneo se parte en dos, como una sandía a
la que le hubieran pegado un hachazo, y la lluvia se sesos llega hasta Morel. El
cuerpo sin vida se desploma con la elegancia de un tronco aserrado y Morel, que
no entiende nada, ve una oportunidad.
‒¡Blix! ¡Blix! ¡Ayúdame a llegar al coche, vamos!
Blix, que lo ha visto todo y tampoco entiende nada, sale de
nuevo del hotel y ayuda a Morel a levantarse ‒lo cual le cuesta mucho, porque
tiene varias heridas de bala en las piernas y apenas se puede sostener‒. Juntos,
caminan hacia el coche alquilado, que está a unos pocos metros de allí. Morel se
sienta en el asiento del copiloto, le da las llaves a Blix, y ésta los saca
volando del aparcamiento del hotel, mientras suenan tras ellos unos disparos de
pistola del tercer mercenario, que aparece en ese momento, demasiado tarde para
alcanzarlos. Justo antes de abandonar el aparcamiento a toda velocidad, Morel
cree percibir una presencia, a cierta distancia, que le es familiar. La que ya
sintió en el aparcamiento de Santo Domingo cuando bajó allí con Moznik, dos
noches antes.
La ley de los caídos © D. D. Puche & Grimald Libros, 2017.
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