Los ángeles caídos, que antaño fueron adorados por los hombres como
dioses y héroes de las mitologías paganas, o temidos como monstruos
populares, están confinados en la Tierra como castigo por su alzamiento
contra Dios (al que se refieren como “Él”). Durante milenios han formado
diversos clanes y ejercen un gran poder, hoy en día oculto, sobre los
mortales. Pero su castigo no es sólo esa prisión, sino otro todavía
peor: viven en una condición de “pseudoinmortalidad”,
pues pueden morir –aunque son muy longevos–, pero sólo para a
continuación reencarnarse, habiendo olvidado todos sus recuerdos y su
identidad. De este modo, vuelven a empezar una y otra vez el “castigo de
la carne”. Al ir recordando sus vidas pasadas, recuperan su identidad y
su poder, pero esto lleva largos años de formación, y eso si el caído
es encontrado por alguno de los clanes y se le muestra el camino, y no
enloquece antes por las terribles visiones y sueños que padece al
producirse el Despertar.
Existen tres mundos, o planos de la realidad, a saber: el Empíreo (donde
mora Dios), la Tierra y el Abismo. Este último es el plano al que Dios
arrojó en el origen de los tiempos a los Antiguos, otros dioses tan
arcaicos como Él o incluso más, a los que venció en una guerra muy
anterior a la Caída. Los caídos no sólo están preocupados por el
silencioso dominio de la Tierra, sino que también deben combatir los
intentos de escapar del Abismo de los Antiguos y sus servidores; para
ello deben proteger las numerosas Grietas entre ese mundo y éste, pues
sólo la Tierra separa el Abismo del Empíreo, y si los Antiguos
escaparan, su eterno enfrentamiento con Dios conduciría a su
destrucción. Los encargados de esta tarea son los Vigilantes del Abismo,
quienes deben encontrar las Grietas y destruir a las espantosas
criaturas que consiguen escapar por ellas, dotados de armas blancas
especialmente forjadas que canalizan su energía espiritual y les
permiten dañar a esas entidades no físicas.
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