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Balada de los caídos y La ley de los caídos (D. D. Puche) son novelas de fantasía oscura que nos introducen en un mundo de ángeles caídos desterrados entre los mortales por su rebeldía. Una combinación de misterio y terror para jóvenes y adultos. Publicadas por Grimald Libros.
 
 
 
Balada de los caídos
una novela de fantasía oscura
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Balada de los caídos. La novela de fantasía noir de D. D. Puche.







1
REGRESO A HELLSTOWN



    Es estremecedora la primera vez que uno llega a Hellstown y contempla la vertical silueta de la ciudad, desdibujada por la niebla de la bahía y la contaminación. Un horizonte escarpado sobre el que se recorta un cielo sucio de día y sin estrellas de noche, hacia el que se yerguen las agujas de la gigantesca catedral, que parece competir con los rascacielos por alcanzarlo. Pero para los habitantes de Hellstown –que como es sabido, no es el verdadero nombre de la ciudad, aunque todo el mundo la llama así– no hay cielo que valga. Éste nunca brilla azul para ellos, y sus promesas quedan demasiado lejanas.
    No era, sin embargo, la primera vez que Blake se encontraba con este panorama gris y opresor. De hecho, se había criado en la ciudad, hacía muchos, muchos años, cuando ésta no era aún tan inmensa como llegó a ser. Ahora se reencontraba con ella, después de otros muchos años fuera. Había estado vagando de aquí para allá, en busca –eso había creído, ingenuamente– de sí mismo, de las respuestas que necesitaba. Pero ya sabía que las únicas respuestas que encontraría se hallaban en la ciudad de la que había tenido que irse hacía veinte años. Su viaje lo llevaba de vuelta al hogar, o por lo menos a aquella ciudad que era lo más parecido a un hogar que había conocido. Al menos una vez lo fue.
    Blake se bajó del autobús que lo había dejado en la Estación Central, y tras recorrer el enorme y abarrotado vestíbulo, esquivando a la gente, salió a la calle con una gran bolsa de viaje –su único equipaje– al hombro. Tuvo una sensación como de ensueño, la misma que tenía en cualquier ciudad a la que volvía. Y eran ya muchas ciudades, puesto que había viajado muchísimo, y había regresado muchas veces a muchos lugares, a lo largo de su dilatada vida. En realidad, él siempre estaba de regreso, y sin embargo, después de tanto tiempo, seguía sintiéndose como alguien que nunca está en su hogar, vaya donde vaya. Pero, al fin y al cabo, no era algo raro, pues eso era él: un apátrida, uno de los Desterrados. Estaba en su propia naturaleza.
    Fuera de la estación, frente a la amplia avenida que, a esas horas, poco después del anochecer, bullía de vida, se detuvo a contemplar lo que lo rodeaba. Gente yendo desordenadamente de aquí para allá, brillantes letreros publicitarios de neón iluminando la noche, los coches circulando como bombeados rítmicamente por el invisible corazón de la ciudad… Vida por todas partes, ajena a su presencia. Así tenía que ser, y era mejor para todos. Cuanto menos supieran de los que eran como él, tanto mejor.
    Encendió un cigarro. Le dio una honda calada y miró hacia arriba, hacia el negro pedazo de cielo que la ciudad intentaba iluminar. A continuación, tiró el cigarro al suelo, lo pisó con su bota y se giró hacia el reloj de la estación para ver qué hora era. De repente sintió un escalofrío: la gran esfera, suspendida sobre la puerta principal de la estación, señalaba las cinco menos veinte. Se había parado, pues debían de ser cerca de las siete de la tarde. Las cinco menos veinte, lo recordaba perfectamente, era la hora que indicaba ese reloj la última vez que lo miró, veinte años atrás, al cruzar esa misma puerta, a punto de iniciar el largo periplo del que ahora regresaba. De hecho, nunca olvidaría ningún detalle de aquellos días amargos que ocasionaron su partida. ¿Cómo podía ser aquello? ¿Se había detenido el reloj justo entonces? ¿Y no lo habían arreglado? Parecía como si el tiempo no hubiera transcurrido desde su marcha, como si esperara su vuelta para reanudarse. No supo cómo interpretar ese augurio, porque eso es exactamente lo que le pareció.
    Decidió no quedarse allí dándole vueltas a una pregunta para la que no tenía respuesta. Tenía que llegar al barrio de Blackpoint, al oeste de la ciudad. Allí estaba su antiguo piso, y a pesar del tiempo transcurrido desde la última vez que estuvo en él, esperaba que todo siguiera en orden. Una de las ventajas de tener tantos años es que el dinero metido en el banco da muchos intereses. De una de sus varias cuentas, de las que por lo general no se cuidaba, se cobraba una agencia encargada de por vida del mantenimiento de sus propiedades. Blake suponía que habrían hecho su trabajo en su ausencia, y que su casa seguiría siendo su casa.
    Había un buen trecho hasta Blackpoint, pero decidió que lo haría a pie. Ya había pasado demasiadas horas sentado en el autobús, y necesitaba estirarse. Además, quería pasear y ver cómo había cambiado todo mientras él no estaba. Le apetecía ver gente, pasar por delante de escaparates, sumergirse en la ciudad. Así que echó a andar resueltamente.
    Por el camino, en cambio, se entregó a sombrías reflexiones. Como cada día, cada hora, cada minuto, vino a su mente la imagen de Karen. No necesitaba mayor motivo, pues su recuerdo era la trágica melodía que una y otra vez se repetía en su cabeza, quisiera o no, de forma vaga y persistente. Pero el reloj de la estación había removido un episodio muy concreto de su memoria, con lo que el recuerdo se tornó más vívido y doloroso. El día de su marcha, el día que tuvo que irse de la ciudad cargando además con su pérdida, el día que fue expulsado por los suyos y cortó lazos con el mundo que había conocido hasta entonces. Y todo ello para aprender algo que ya tendría que haber sabido: que no se puede huir del dolor, que éste nos sigue a todas partes, vayamos adonde vayamos, pues no está fuera, sino dentro de nosotros. Ahora, cumplido su destierro, pretendía regresar a ese mundo abandonado, y sin embargo sabía que las cosas no volverían a ser como antes; aunque tampoco quería que lo fueran. La vida no aguarda a los que se apean a mitad de camino, y él ya no pertenecía a nada, absolutamente a nada. Se sentía solo, y de hecho era como quería estar.
    Mientras caminaba en dirección suroeste, pasando al lado de cientos de transeúntes, de puestos ambulantes de comida y de relucientes reclamos comerciales, meditó acerca de los motivos de su regreso, pues se sorprendió a sí mismo pensando que ahora, una vez en la ciudad, ya no le parecían tan claros. Cuando estaba fuera sintió que algo lo llamaba, que era la hora de volver. Cumplido su destierro, la huida de sí mismo debía terminar, no tenía ya sentido. Pero, ¿qué buscaba allí, exactamente? ¿Olvidar? ¿Volver a empezar?
    En su largo exilio llegó a sentir un vacío que pensó que el regreso, con todo lo que implicaba, le aliviaría; pero ya no estaba tan seguro. Los fantasmas del pasado, por el contrario, probablemente se avivarían. Aunque era pronto para juzgar; tendría que darse tiempo. En realidad, se había sentido como arrastrado por una fuerza irresistible, por una llamada que le susurraba al oído que debía estar en casa, que era lo mejor. Pero ya no escuchaba ese susurro; y sin embargo, allí estaba él. A pesar de todo, aunque no estuviera muy seguro de la naturaleza de ese impulso, sabía que era mejor seguirlo que ignorarlo, aunque por el momento no pudiera comprenderlo: hay muchas cosas que sólo se entienden una vez que se han hecho. Semejantes impulsos, normalmente, muestran el camino a seguir cuando fallan las razones. Y había llegado un momento en que todas las razones lo habían abandonado, así como las esperanzas. Así que se dejó llevar, sin más.
    De todas formas, sí que había una razón objetiva por la que no le resultaba apetecible volver a la ciudad, pero que le obligaba a hacerlo: tendría que volver a encontrarse con los suyos, que lo habían expulsado. Lo que menos deseaba en ese momento era verlos; pero, aun así, tenía que hacerlo, pues de lo contrario no se libraría del castigo con el que había cargado durante dos décadas. En cualquier caso, sabía que ellos vendrían a buscarlo, si él no hacía acto de presencia. Una sola cosa tenía muy clara: no pensaba pedir perdón ni reconocer culpa alguna. Si él no comparecía –lo cual supondría darles una victoria moral–, ellos vendrían a por él y le dirían que tenía que ponerse de rodillas, pero no iba a hacerlo. Ya le habían hecho pasar demasiado de forma injusta como para añadir eso a su condena. No les debía nada; toda cuenta estaba saldada, y no aceptaría ninguna nueva humillación. No en esta vida. Así pues, que se presentaran cuando quisieran –que sería pronto, sin duda–. Él no pensaba ir a su encuentro, aunque sabía que éste era inevitable.
    De este modo le daba vueltas a la cabeza mientras caminaba, con la correa de su pesada bolsa, en la que llevaba cuanto tenía, clavándosele en el hombro. Pese a ello no se la cambió de lado, ni se detuvo. Quería llegar cuanto antes, y ese dolor en cierto modo lo reconfortaba, le hacía sentir su voluntad como algo físico, palpable. Prefirió sufrirlo.


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    De camino a Blackpoint, recorrió unas cuantas manzanas por Broad Avenue, donde la gente empezaba a arremolinarse alrededor de los teatros y los restaurantes. Después salió de la avenida tomando una calle que lo condujo al Barrio Chino, en dirección sur, y un poco más tarde giró de nuevo en dirección suroeste para entrar en el más residencial Westbrook y cruzar el río –que unos dos kilómetros al este desembocaba en la bahía– por el puente Dawson. Poco a poco el perfil más elevado del centro, ese enorme volumen de piedra, acero y vidrio, había ido dejando paso a edificios cada vez más bajos, con un promedio de cinco alturas. Predominaba el ladrillo ennegrecido por los años y la contaminación, así como las paredes cubiertas de grafitis. El tráfico en las calles fue perdiendo densidad, cada vez había menos neones, y Blake encontró cierta tranquilidad, rota tan sólo por grupos de jóvenes alrededor de las escaleras de los portales y por la gente que volvía de trabajar a esas horas.
    Al fin llegó a Blackpoint, cuyas construcciones, en su mayor parte de comienzos del siglo pasado, le daban un aire inconfundible. En los tiempos en que Blake había venido a vivir aquí, era un barrio bohemio habitado sobre todo por artistas y gente de profesiones liberales. El artífice del barrio, que había sido un rico constructor que al parecer murió arruinado y loco, realizó en esta zona su sueño de levantar toda una pequeña ciudad de estilo neogótico. Eso le confería una atmósfera como de cuento de hadas –algunos decían que de terror– que atrajo a dicha gente, pues los ricos para los que estaba pensado consideraron desde muy pronto “de pésimo gusto” el barrio y prefirieron ocupar mansiones más modernas en la zona noreste de la bahía y en los acantilados. Como consecuencia de semejante desastre económico, los precios de los inmuebles en Blackpoint cayeron en picado y se hicieron muy accesibles.
    A Blake siempre le gustó la arquitectura de la zona, que era ciertamente extemporánea e impostada, pero a la vez fantasiosa y, en efecto, como de cuento. Le pareció un lugar muy propio para vivir, siendo quien era y lo que era, y le gustó también mucho la vecindad, poco dada a fijarse en los demás. Era un excelente lugar para pasar desapercibido.
    Pero todo eso fue varias décadas atrás, y Blake se preguntó si seguiría igual. De entrada, su primera impresión al internarse en las calles de Blackpoint, donde las estatuas y gárgolas acechaban desde las fachadas al transeúnte a cada paso, fue desalentadora: del antiguo ambiente del vecindario no quedaba nada. Únicamente vio pobreza por todas partes. Había muchos mendigos, prostitutas y drogadictos arrastrándose por las calles y apostados en las esquinas. Aquí y allá, incluso, se calentaban alrededor de fogatas encendidas en bidones de metal calcinados. En la mayoría de las ventanas no brillaba luz alguna. Le resultó pasmoso este contraste, no sólo entre la imagen actual y sus recuerdos, sino entre este barrio y los que había atravesado por el camino.
    Había visto una imagen de modernidad y confort en el centro que contrastaba con la imagen progresivamente decadente que se encontró a medida que se alejaba, y que llegaba al extremo de la ruina y la miseria en su antiguo barrio, antes de muy distinta condición. ¿Cómo podía haber degenerado tanto? ¿Qué había cambiado en su ausencia? No le cupo duda de que la inseguridad ahora debía ser muy alta, aunque eso a él, personalmente, no es que le afectara. Poco tenía que temer, pero aun así le pareció muy triste. Como corroborando sus pensamientos, notó que bastantes mendigos le clavaban los ojos al pasar. Una cara nueva, en un barrio donde sin duda se conocía todo el mundo.
    Se encaminó a su calle, preguntándose con creciente inquietud qué se encontraría al llegar. No sabía si su casa seguiría tal y como él la dejó; quizá la hubieran desvalijado. Aunque en ese caso se habrían encontrado con la desagradable sorpresa que dejó para los visitantes no invitados… En realidad, poco había allí que tuviera algún valor; sólo sus libros, recuerdo de tiempos mejores, y que no sería precisamente en lo que se fijaría ningún ladrón. A pesar de su impaciencia, tal vez por estar tan cerca de su destino se permitió parar un momento para dejar la pesada bolsa en el suelo y encender un cigarro, antes de proseguir. Después de tanto tiempo, unos segundos no supondrían ninguna diferencia.  
    Reanudó el paso y llegó a una pequeña plaza ajardinada que estaba ya muy cerca de su casa. Estaba tan transformada como el resto; de hecho, ya no podía decirse que estuviera ajardinada. Ahora la ocupaban grupos de pandilleros de mirada torva y más mendigos y borrachos como los que había por todas partes. Ciertamente, Blackpoint se había convertido en un gueto. La gente con la que se cruzaba y que parecía relativamente normal era escasa y parecía moverse con prisa, como con miedo a demorarse demasiado en la calle. Atravesó la plaza en diagonal, pasando al lado de una fuente con una estatua que representaba un amorcillo, un ángel infantil con unas alitas muy cortas, como si fueran de un pajarillo diminuto. En tiempos, se había sentado muchas veces en el banco de piedra de al lado, con Karen, a la sombra de unos árboles. Éstos ahora estaban secos, como negros y tétricos esqueletos, y la estatua sucia y pintarrajeada, además de que le habían roto un brazo y una de las alas.
    La contempló con pena al pasar, y sintió cómo era a su vez observado por un grupo de jóvenes que ocupaban su antiguo banco. Se volvió para mirarlos, sin detenerse; frías miradas devolvieron la suya, amenazadoras. Iban vestidos de cuero negro, con pesadas botas militares y cinturones con grandes hebillas metálicas y muchos adornos y cadenas, en su mayoría plateados. En los brazos de varios de ellos vio parches con el símbolo de los Luna Negra: una luna en cuarto creciente atravesada verticalmente por una espada. Eran lacayos mortales de esos andrajosos, los Perros Callejeros. Los empleaban en gran número, para que así la banda pareciera más poderosa de lo que en verdad era. Los suyos los distinguirían en el acto, pero para los mortales la diferencia era imperceptible. Desgraciadamente, los Lunas eran ya bastante numerosos y fuertes de por sí; y que se hubieran extendido a un barrio como Blackpoint, antes claramente fuera de sus dominios, era indicativo de que en la ciudad las cosas habían cambiado mucho, y no a mejor. Le costó creerlo, pero la evidencia estaba delante de él. De todas formas, ésos no lo reconocerían; eran demasiado jóvenes para saber de él, si es que aún podía importarle a alguien.
    Pero cuando salía de la plaza para enfilar la calle anterior a la suya, bajo la luz mortecina de las últimas farolas que aún funcionaban, escuchó algo –sus agudos sentidos se lo permitieron–. El grupo frente al que había pasado hablaba de él, y unos pocos se separaron del resto para seguirlo. No alteró su rumbo ni su ritmo, ni se giró hacia ellos, pero percibió que eran cuatro los que andaban tras él, y con evidentes intenciones hostiles. Pobres incautos.
    Se fueron acercando a él a medida que llegaba a su portal. Cerca de éste vio a otros dos pandilleros, que en ese momento estaban vendiendo droga –probablemente metanfetaminas– a unos adolescentes de mirada perdida y aspecto claramente mísero. Al ver venir a Blake, tan bien escoltado, repararon en él, y con una seña ahuyentaron a los muchachos. Aquello fue algo que Blake no pudo soportar: encontrar a esas ratas de los Lunas en su vecindario le resultaba ya ofensivo, pero que estuvieran trapicheando con droga en la puerta misma de su casa le pareció intolerable. Se aproximó a ellos apretando el paso. Su cara no era precisamente amistosa.


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    Los dos individuos le cerraron el paso. Uno de ellos se dirigió a él:
    –¿Y tú quién eres, tío? No eres de por aquí ‒le dijo, mirándolo de arriba abajo. A su espalda se pusieron los otros cuatro pandilleros, rodeándolo.
    Blake, impertérrito, dejó caer su bolsa al suelo y escupió el cigarro a la cara del tipo. Los seis pandilleros se quedaron estupefactos unos segundos, hasta que el humillado Luna Negra sacó una navaja automática y, sin mediar aviso, intentó clavársela en el vientre a Blake.
    Éste le cogió el brazo por la muñeca, sin inmutarse siquiera, como si detuviera a un muñeco flácido moviéndose a cámara lenta. Con un solo movimiento le partió la muñeca, que crujió sonoramente. El tipo aulló de dolor y se le cayó la navaja; los otros se le echaron encima simultáneamente, pero Blake tuvo tiempo de reaccionar. Uno le atacó con un machete que sacó de su chaqueta de cuero; otro con una cadena; el tercero también empleó una navaja automática y los dos restantes intentaron agarrarlo por detrás para que los demás lo tuvieran a su merced. Blake se agachó en el último momento y el golpe de la cadena impactó en la cara de uno de éstos, dejándolo en el suelo con los dientes destrozados. A continuación, esquivó un golpe del que blandía el machete y de una patada en el torso tumbó al de la navaja. Otra finta demasiado rápida para ellos y el golpe de cadena que de nuevo iba dirigido a él se enroscó alrededor de la muñeca del que llevaba el machete. Blake cogió a ambos por las cabezas y las chocó con estruendo, dejándolos noqueados. El último recibió un puñetazo en toda la cara que le partió la mandíbula.
    La escena duró apenas unos segundos; los muy estúpidos no tuvieron ninguna oportunidad. La gente que presenció la pelea se quedó con la boca abierta, contemplando a Blake como si vieran a un ser sobrenatural, y sin saber que de hecho lo era.
    Entonces se dirigió al que parecía el líder del grupo, el primero al que había despachado. Éste estaba encorvado de dolor, sujetándose la muñeca rota con la otra mano. Al ver acercarse a Blake, le gritó:
    –¡No sabes lo que has hecho, cabrón! ¡Estás muerto! ¡Te has metido con los Luna Negra! ¡No hay sitio en esta ciudad en el que puedas esconderte de nosotros!
    Blake no contestó. Lo levantó como si fuera un saco de paja, cogiéndolo de la solapa de la chaqueta de cuero, y con la otra mano le sacó del bolsillo interior la bolsa en la que llevaba las pastillas que vendía. Se acercó al sumidero más próximo que había en la calle y tiró por él la bolsa a las alcantarillas.
    –¿De verdad no sabes con quién te estás metiendo? ¿Sabes lo que acabas de hacer? Esa bolsa vale más que tu vida, pordiosero –le espetó el Luna.
    Blake pasó de nuevo a su lado, tras recoger su macuto, y le soltó un humillante revés con la mano, que acabó con él de nuevo en el suelo.
    –Sé de sobra quiénes sois. Sois la peor escoria de esta ciudad. Y de vez en cuando no está mal que alguien os lo recuerde y saque la basura. Ahora largaos de aquí antes de que empiece a haceros daño de verdad. Esto ha sido una advertencia: que no os vuelva a ver vendiendo vuestra mierda en mi barrio. A partir de ahora os andaréis con más cuidado.
    Los pandilleros se ayudaron unos a otros a levantarse y salieron de allí como pudieron, trastabillando entre los que contemplaban el espectáculo. Los Lunas no eran gratos para casi nadie, pero todo el mundo les tenía mucho respeto. Tan sólo el jefe del grupo se giró antes de desaparecer tras una esquina, y le gritó con voz rota:
    –¡Volverás a saber de nosotros! ¡Esto no va a quedar así!
  –Si vuestro hobby es recibir palizas, ya sabéis donde encontrarme –contestó Blake.
    Por fin estaba frente a su destino, el número trece de la calle Ithaca. Era similar a los demás de Blackpoint: un edificio de viviendas, éste en particular de siete alturas, concebido como residencia para gente adinerada y después venido a menos. De estilo neogótico, tanto el portal como las ventanas eran altos y estrechos, rematados en arcos ojivales. La fachada ofrecía un aspecto imponente, recargado dirían algunos: el dintel interior de la entrada estaba sostenido por dos columnas esculpidas con la forma de lo que podrían haber sido santos –otro detalle que siempre gustó a Blake, pues le resultaba exquisitamente irónico–, figuras vestidas con túnicas y ennoblecidos por largas barbas. Adornadas repisas separaban cada planta, y cada una de las esquinas estaba rematada con finas agujas de piedra.
    La fachada estaba bastante sucia y deslustrada, de forma que aquella arquitectura fuera del espacio y del tiempo parecía realmente más antigua y venerable de lo que era. Blake notó que, como en casi todo el barrio, muy pocas luces estaban encendidas, pese a la hora que era. Parecía haber poca vida en aquel inmueble, o en todo caso esa vida se ocultaba. O simplemente no podía pagar la luz.
    Entró. El antaño elegante portal estaba oscuro y cochambroso. Qué diferencia con el recuerdo que guardaba. Nadie había limpiado en mucho tiempo, y había porquería tirada por el suelo. Se acercó al ascensor, que se encontraba en la planta baja; de la reja de hierro colgaba un cartel manuscrito que decía «fuera de servicio». Así que subió por las escaleras, acarreando su pesada bolsa. Las siete plantas, pues su piso estaba en el ático.
    Al llegar arriba se encontró en un rellano más oscuro todavía que el portal –lo cual no era problema para su visión, capaz de penetrar las tinieblas–, en el cual sólo había una puerta, la de su piso. Cuando estuvo frente a ella, dejó la bolsa en el suelo e inspiró profundamente. Buscó en el macuto las llaves que durante tantos años no habían entrado en esa cerradura, las cuales encontró en una pequeña bolsita de cuero muy vieja, y abrió. Varios pesados cerrojos se descorrieron con un chasquido. Entró en su antigua morada, y fue como entrar en su pasado. Allí dentro veinte años de vida no habían transcurrido, habían quedado conservados como en formol.
    No era a formol a lo que allí olía, sin embargo, sino a aire enrarecido y polvo. Buscó el cuadro eléctrico, lo encendió y las luces crepitaron tímidamente hasta encenderse. «Hágase la luz», se dijo; siempre era preferible a la oscuridad, por bien que se desenvolviera en ésta ‒al fin y al cabo, era un Señor de la Llama Eterna, y en algo se tendría que notar‒. Cerró la puerta, dejó caer allí mismo la bolsa y se dirigió a las ventanas para abrirlas y dejar que entrara el aire fresco de la calle. Sólo entonces se volvió y contempló el que había sido su hogar, y advirtió que la melancolía que sintió al llegar a la ciudad se hacía ahora mucho más intensa. Parecía como si estuviera soñando que había regresado, pero en realidad no lo hubiera hecho, sino que siguiera en su destierro, en cualquier lugar muy lejos de allí. Algo de él, en cualquier caso, no había vuelto, ni volvería nunca. Al menos comprobó que, afortunadamente, nada parecía estar fuera de lugar. Todo se veía en orden, tal y como él lo dejó. Nadie había entrado allí; la puerta estaba intacta.
    Se encontraba en un amplio ático abuhardillado que constaba de una única y amplia estancia que era a la vez salón, dormitorio y cocina; tan sólo el cuarto de baño y un trastero estaban separados por tabiques. La luz era magnífica, esa luz rojiza de los crepúsculos de Hellstown, todo lo cálida que podía ser en esa ciudad maldita. Contempló la cama, sobre una gran alfombra redonda de color azul celeste, en un extremo. Esa cama, que había compartido tantas noches con Karen, y que no volverían a compartir. El calor de ella a su lado, que sería frío para siempre. Sintió que se precipitaba en un abismo de tristeza, así que dejó de mirarla. A su lado había un amplio armario de madera de cedro, donde ambos guardaban su ropa. En él quedaban cosas de Karen, así que se dijo que, al menos por el momento, no debería abrirlo siquiera.



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    En el otro extremo estaba su biblioteca, cubierta de polvo, como todo. Antes daba una importancia extraordinaria a los libros, a pesar de ser un Vigilante –cosa que muchas veces sirvió para que hicieran bromas a su costa–, pues esperaba de ellos, como todos los Señores de la Llama, obtener sabiduría y respuestas. Le interesaba especialmente la filosofía, pues pensaba que las respuestas a sus preguntas vendrían antes de ésta que de la teología, del hermetismo o de la mística, en los cuales muchos de los demás Señores de la Llama, sus antiguos hermanos, buscaban el sentido de todo. Pero nunca alcanzó semejante sabiduría, y lo único que había conseguido con sus estudios era acrecentar sus preguntas, su incertidumbre. Cuando Karen murió, además, le pareció que todo aquello era absurdo y que los libros, en realidad, no importaban nada; vio toda su vida anterior como un desperdicio. Se había convertido en un escéptico, en un viajero, en alguien que tenía que tocar las cosas, experimentarlas por sí mismo, para creerlas. Los libros formaban, por así decirlo, una parte de su infancia. Como tal, siempre la recordaría con cariño; pero había quedado superada. Por lo menos, eso creía.
    Aunque el ático entero estaba cubierto de una densa capa de polvo, no era ése el momento de ponerse a limpiar. Además, estaba hambriento después del viaje; no había probado bocado desde el desayuno. Antes de salir, no obstante, se sentó en uno de los viejos sofás de piel ‒levantando una nubecilla de polvo‒ y sacó lo que llevaba en su macuto. La mayor parte era ropa; no mucha, pero muy buena y resistente. Varios gruesos jerséis, un par de viejos pantalones vaqueros y un par de botas, aparte de las que llevaba puestas, y una chaqueta de cuero, componían casi todo su vestuario, aparte de unas cuantas camisetas y mudas de ropa interior. Se había movido sobre todo por el norte, en los últimos años, y en especial por áreas rurales, huyendo de los hombres y de los suyos, que también suelen concentrarse en las ciudades.
    Aparte de la ropa, sacó de la bolsa el resto de sus cosas: sus útiles personales y de aseo, que llevaba en una bolsa de cuero marrón bastante gastada; un montón de pequeñas libretas –en las que anotaba sus reflexiones y recuerdos–, algunas de las cuales tenían ya bastantes años, y que releía constantemente, pues sus recuerdos eran tantos que empezaban a confundirse en su cabeza; unos cuantos viejos medallones y amuletos, que llevaba sobre todo por su valor simbólico; y cómo no, una carterita también de piel en la que llevaba varias fotos pequeñas de Karen, fotos que no había dejado de mirar una y otra vez en la últimas dos décadas, y que estaban ya viejas y amarilleaban.
    Por último, se sacó de debajo del cuello del jersey la cadenilla que llevaba colgando. Una fina cadena dorada con un pequeño colgante: una piedra roja engarzada en una cápsula del mismo material dorado de la cadena. La piedra refulgía suavemente. Esa cadena había colgado durante veinte años de su cuello, con su tremendo peso que nadie podría imaginar a simple vista. Una parte esencial de su castigo. Esperaba dejar pronto de llevarla; ansiaba el momento. Pero no se dirigiría a ellos para que se la quitaran: podía esperar un poco más. Se preguntó si tal vez la piedra delataría su presencia en la ciudad, y pensó que efectivamente así sería. Sólo tenía que ser paciente.  
    Se guardó de nuevo la cadenilla con la piedra y dejó las cosas sobre la mesa del salón, sin ordenar nada de momento; ya se ocuparía de eso. A continuación, salió en busca de algún sitio donde cenar.
    No muy lejos de allí, pasando a través de la nube de miseria que ahora envolvía las noches de Blackpoint, encontró un restaurante. Entró, se sentó en una de las mesas, junto a una ventana, y esperó a que lo atendieran. A su alrededor, en las otras mesas y en la barra, había unos cuantos hombres con aspecto de trabajadores, silenciosos y cansados. Sonaba de fondo una radio que emitía viejos éxitos, que seguramente nadie escuchaba. La camarera que se acercó a atenderlo era una mujer de unos cuarenta, gruesa, con el pelo pajizo y una gran verruga en la cara. Tenía un aspecto tan cansado como el de sus clientes, aunque su expresión era afable.
    –¿Qué va a tomar?
    –Un filete con patatas y un trozo de tarta. De lo que tenga. Manzana, queso, cerezas... Da igual. Y una cerveza.
    –Enseguida.
   La camarera le trajo la cerveza y se volvió a la barra a esperar que el pedido saliera de la cocina. Blake se frotó los ojos y miró con pereza a su alrededor. El local estaba bastante tranquilo; nadie hablaba. Gente terminando su jornada, sin muchas ganas de fiesta. Sin proponérselo, casi sin darse cuenta, echó un vistazo a la superficie de sus mentes. Encontró lo de costumbre: preocupaciones, tristeza, soledad. El peso de los días acumulándose sobre las espaldas hasta hacerlas inclinarse. Éste podría perder pronto su empleo, y no sabía qué hacer; el otro había discutido con su mujer; el de más allá pensaba en el programa de televisión que vería esa noche. A la camarera le dolían mucho los riñones.
    Se dio cuenta de que lo estaba haciendo otra vez, y se detuvo. No era muy respetuoso hacer eso, aunque tampoco creía que a ellos les fuera a importar mucho si lo supieran. Al fin y al cabo, hay más o menos la misma porquería en la cabeza de todo el mundo. En la suya también, por muy especial que fuera.
    Uno de sus pecados era la curiosidad, desde luego. «Menos mal que es un pecadillo venial, y no uno capital», se dijo, y una sonrisa torcida cruzó su cara. Sólo le faltaría añadir más cargos a su condena. A menudo se preguntaba si no era la curiosidad lo que estuvo detrás de todo; si la Caída no tuvo otra causa que ésa. Aunque, de todas formas, hacía ya mucho que no pensaba en esas cosas. No era como los otros, siempre obsesionados con ese tema.  
    La camarera le trajo su plato y otro platillo más pequeño con el trozo de tarta. Le preguntó si quería algo más, y ante su negativa volvió a la barra de nuevo. Él cortó un trozo de filete y se lo llevó a la boca.
    Y ya que pensaba en los otros, ¿qué habría sido de ellos? No era algo que le quitara el sueño, precisamente; hacía veinte años que fue desterrado, pero ya antes estaba harto de ellos, harto de esa comunidad sumida cada vez más en el oscurantismo, harto de ese necio de Theodor que había usurpado el liderazgo y que los llevaría al desastre. Ya no encontraba ningún sentido a nada de lo que hacían, y los lazos que lo unían a la comunidad habían llegado a parecerle una mera impostura. Necesitaba orientarse, y entonces comprendió que ellos nunca podrían ayudarle en eso. Finalmente, tras la muerte de Karen, supo que jamás pertenecería de nuevo a esa sociedad.
    Daba por hecho que seguirían por el mismo camino, que habrían continuado esa deriva irracional que tan mal casaba con su nombre, los Señores de la Llama Eterna, el cual en otra época significó algo. En los tiempos de William, y antes de él. Decididamente, no tenía ningún interés personal en verlos. Le harían muchas preguntas a las que no quería responder, y por supuesto pretenderían que volviera con ellos, lo cual le apetecía todavía menos. Aun así, quedaban algunos miembros de la comunidad por los que todavía sentía afecto, y de los que se había acordado repetidas veces en su largo exilio. Stephen, Paul, June… y por supuesto Mike, que había sido su mejor amigo. No pudo evitar hacerse preguntas sobre ellos, ahora que estaba en la misma ciudad –y era capaz de captar tenuemente su presencia–. Es imposible olvidar del todo. ¿Cuánto tardarían en saber que había vuelto? ¿Lo sabrían ya, de hecho?
    Lo poco que había visto ya confirmaba que había grandes diferencias en la ciudad: tanta miseria, y los Luna Negra a sus anchas fuera de su antiguo territorio… Tal vez se había producido un cambio en el reparto del poder. Y cualquier cambio en ese sentido podría afectarlo directamente, por más que él quisiera permanecer al margen de la emponzoñada política “subterránea” de Hellstown. De todas formas, sabía que estaba a punto de descubrirlo; no tardarían mucho en dar con él. Sólo esperaba tener todavía algunos amigos en la ciudad. Los desterrados que regresan no suelen ser la gente más popular.



 
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BALADA DE LOS CAÍDOS
D. D. Puche
Grimald Libros
519 páginas
Tapa blanda / ebook
ISBN (papel): 9788409089604
  ISBN (digital): 9781370866335
 
 
Papel (15,90 €)


Digital (epub) (2,99 €) 
 
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14/6/2021 © D. D. Puche y Grimald Libros

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